Relato perteneciente al libro Esquinas.
Era por la mañana. Su mujer dormía cuando él salió de la casa acompañado de su hija de diez años. La rutina de los últimos meses. Llevar a la cría al colegio y horas más tarde pasar a recogerla. Vivían en una casa prefabricada a las afueras de la ciudad, rodeados de campo y vegetación. Por allí no pasaban autobuses. Si querían que la niña asistiera a la escuela no tenían más remedio que llevarla ellos mismos. Padre e hija montaron en el coche y se pusieron en marcha. La niña, como es natural, viajaba en el asiento de atrás con el cinturón de seguridad puesto.
- ¿Papá?
- Dime.
- ¿Qué es una ramera?
- ¿Por qué quieres saberlo?
- Curiosidad.
- Aún eres muy joven para hablar de esas cosas.
De pronto empezó a dolerle la rodilla.
- Va a llover. Me duele la pierna.
- Pon música –pidió ella.
Él conectó la radio. Se escucharon los acordes de una balada demasiado afectada.
- Cambia –ordenó la niña.
Cambió de emisora. Sonó un rasgueado de guitarra bastante mustio.
- Cambia.
Movió el dial hasta dar con un tema de Radiohead.
- Deja eso.
No hablaron mucho más. Cuando llegaron al colegio, la niña se apeó del coche y se despidió hasta cuando pasase a recogerla. Luego, él se dirigió a su bar preferido.
Entró en el local arrastrando la pierna dolorida. Jacinto y tres más estaban sentados alrededor de una de las mesas. A pesar de ser temprano ya estaban bebiendo cerveza. Daban la impresión de haber estado de juerga toda la noche y que hubieran empalmado con la mañana actual. Jacinto era un gilipollas y un bocazas, así que evitó la mesa y se dirigió directamente a la barra. Jacinto no dejó pasar la ocasión.
- ¿Qué pasa? ya no saludas.
- Buenos días –dijo él sin detenerse.
- Le decía a mis colegas que este viernes en cuanto cobre me voy a ir al club donde trabaja tu mujer y le voy a dar a base de bien.
Jacinto se incorporó de su silla y meneó las caderas como si estuviera follándose el aire. Sus colegas se rieron a carcajadas. Uno de ellos escupió el último trago entre toses y risas.
- Le voy a dar hasta que se me caigan las muelas. ¿Qué te parece?-añadió sin dejar de mover las caderas.
Él siguió hasta la barra sin hacer caso. Detrás del mostrador estaba el dueño del local. Un tipo amable que se llevaba bien con casi todo el mundo.
- ¿Cómo lo llevas?-se interesó el barman a la vez que accionaba la cafetera para prepararle un cortado.
- Me duele la pierna, así que si tienes ropa tendida será mejor que la recojas.
- Ese accidente que tuviste en el trabajo, mirándolo con perspectiva, no fue tan malo. Si analizas el lado positivo verás que te ha dejado una buena paga y un barómetro que ya quisiera el más prestigioso de los meteorólogos.
- Te equivocas. Ese puto accidente me ha dejado tullido de por vida y al borde del alcoholismo. En cuanto a la paga, te diré que es una mierda. Con ella no pagamos ni los gastos de mi hija. Así que no me vengas con perspectivas ni lados positivos.
- Hasta que se me caigan las muelas – insistió Jacinto desde su mesa.
- No les hagas caso. Son una panda de cretinos –aconsejó el barman poniéndole el cortado delante.
Cogió la taza y bebió un trago. Acto seguido sacó el paquete de tabaco y se encendió un cigarro. El barman intuyó que era mejor dejarle a solas con sus pensamientos y se retiró para limpiarle el polvo a unas botellas. Él se sentó en uno de los taburetes y estiró la pierna entumecida. Fumó el cigarro con rabia, absorbiendo el humo en grandes y repetidas caladas. Las risas de Jacinto y sus colegas sonaban por encima de la música del local. Intentó obviarlas pensando en otras cosas. En un momento dado recordó la breve conversación que había mantenido con su hija. Sonrió. Tenía suerte de tenerlas a ellas. Su mujer era la más hermosa y entrañable de la ciudad. Y su hija tenía todo lo que un padre deseaba: era guapa, inteligente, trabajadora, sacaba sobresalientes en todas las asignaturas y tenía un gusto excelente para la música. ¿Qué más podía pedir? Después de esa reflexión se sintió mejor y todo le pareció más llevadero. Aprovechó para pagar el café y dirigirse a la salida. Jacinto habló de nuevo.
- ¡Ey! Ven y siéntate con nosotros.
- Tengo prisa.
- Tómate una copa, yo invito.
- He dejado de beber.
- Por una copa no pasa nada.
- Te equivocas, sí pasa.
- Bueno, pues pídete una tila o una de esas mariconadas que bebes ahora.
Los colegas de Jacinto hicieron grandes muecas para aguantarse la risa.
- Ya he tomado un café y no quiero más.
- ¡Joder! Siéntate con nosotros aunque no bebas nada.
- ¿Qué coño quieres de mí?
- Nada, solo que… mis amigos y yo nos preguntábamos cómo haces para llevarlo tan bien. Ya sabes a qué me refiero.
- No. Habla claro.
- Lo que quiero saber es… ¿cómo lo haces...? Yo me cortaría las venas antes de que mi mujer fuese acostándose con cualquiera.
Los colegas no pudieron aguantarse más y estallaron en carcajadas. Él miró de reojo una de las botellas que estaban sobre la mesa. Por un segundo estuvo tentado de cogerla y estampársela en la bocaza y con los restos rebanarle el pescuezo. ¡Oh, sí! Con gusto lo hubiera hecho. Pero era un lujo que no podía permitirse. Él tenía que mirar por su mujer y su hija. Ellas eran lo primero. No le quedó más remedio que tragarse el orgullo junto a las ansias de beber. Antes de que el imbécil de Jacinto se arrancase con otra de las suyas dio media vuelta y salió del local. La pierna le dolía más que nunca. Cojeando se dirigió al lugar donde había aparcado. Al pasar junto a la camioneta de Jacinto sacó una llave y fue rayando el costado de la carrocería. Después montó en su coche y puso rumbo a casa.
Entró en el dormitorio con cuidado de no despertarla. La observó desde los pies de la cama. Era tan hermosa. Esa mujer le había obsequiado con un amor a prueba de todo. Si no hubiera sido por ella ahora seguiría bebiendo sin control. Con su ayuda había conseguido dejar la bebida. Esa deuda era algo que siempre le tendría en cuenta. Sin duda era una mujer admirable. Tenía suerte de tenerla como compañera. Se acercó y posó sus labios sobre los de ella en un beso apenas perceptible.
En el porche se encendió un cigarro. Por el norte venían nubes negras. Se frotó la rodilla y notó un ligero alivio. Siguió fumando. Un minuto después cayeron las primeras gotas. Segundos más tarde empezó a diluviar. Con la llegada de la lluvia el dolor de la rodilla desapareció.
Cuando cogió el coche para ir a recoger a su hija seguía lloviendo. Condujo con la ventanilla abierta para disfrutar del olor de la tierra mojada. A la altura del parque una de las ruedas reventó.
Cuando llegó, su hija le esperaba a la entrada del colegio. Estaba empapada y con cara de pocos amigos. La niña montó en la parte trasera del coche y se ajustó el cinturón de seguridad.
- He tenido un pinchazo.
- Genial.
- No te enfades, no ha sido mi culpa.
- Estoy empapada.
- Yo también estoy empapado. He tenido que cambiar la rueda bajo este chaparrón.
- Podías buscarte una excusa mejor.
- No es una excusa.
- Lo que tú digas papá.
- Yo no te mentiría.
- Antes lo hacías.
- Antes bebía. Ahora ya no lo hago.
Por un momento permanecieron en silencio rememorando aquellos días turbios donde todo era infelicidad.
- Entonces ¿Si te pregunto una cosa me dirás la verdad?
Asintió con la cabeza.
- ¿Seguro?
- Seguro.
- ¿Mamá… es una puta?
- ¿Quién te ha dicho eso?
- ¿Lo es?
- Cariño, esto son cosas de mayores…
- Recuerda que me tienes que decir la verdad.
- Cariño…
- ¿Es mamá una puta?
- Sí, lo es.
La niña se envolvió en su chaqueta. A continuación pasó la palma de la mano por el cristal de la ventanilla lateral para quitar el vaho y así poder ver el paisaje.
- Tu madre lo hace por nosotros. Por el amor que nos tiene. ¿Lo entiendes?
- Sí.
- Cuando sufrí el accidente y me quedé sin trabajo… Bueno, tu madre siempre ha sido muy guapa y...
- ¿Qué es lo que hace una puta?
- Ofrecer sexo a cambio de dinero.
- Me lo imaginaba.
- Tienes que comprender que…
- A mí no me importa lo que sea mamá. La sigo queriendo igual.
- Yo también la quiero. Os quiero mucho a las dos.
Tenía suerte de tenerlas. Sin ellas estaría perdido.
- Pon música.
Conectó la radio. Por los altavoces sonó la base rítmica de un tema discotequero.
- Cambia.
Movió el dial y se escuchó una copla interpretada por la folclórica de turno.
- ¡Agggggggg! Quita, quita eso.
Siguió girando el dial hasta dar con la voz aguardentosa de Tom Waits.
- Deja eso.
La niña se recostó en el asiento. Él siguió conduciendo con la ventanilla abierta, aspirando el olor de la tierra mojada.