La decadencia romana es un clásico en materia narrativa, un motivo fértil e imperecedero que ha alimentado la imaginación de los artistas durante cerca ya de dos mil años. Y en ella se zambulle la última película de Paolo Sorrentino, “La gran belleza”, desde un enfoque actual que bebe de Federico Fellini –La dolce vita y Roma son dos referencias ineludibles- y de otros grandes maestros italianos, pero que también reparte guiños a creadores más actuales –basta, por ejemplo, ver el intencionado cameo protagonizado por la actriz francesa Fanny Ardant que remite al de Jennifer Beals, la actriz de Flashdance, en la película de Nanni Moreti: Caro Diario-.
Una oda a la ciudad de Roma a través de la figura de un escritor y periodista –un Jep Gambardella que inevitablemente remite a un Marcello Mastroianni más maleado, hastiado, acorde con los tiempos que corren- que acaba de cumplir sesenta y cinco años, un personaje desencantado, cínico; prisionero voluntario, siempre fascinado por el oropel de la escena más sensual y hedonista de la ciudad. Uno de esos tipos que, salvo dormirlas, no saben qué demonios hacer con las mañanas, pero acostumbrados a moverse con la agilidad y decisión de un gato entre las sombras de la madrugada.
Un personaje prisionero de sí mismo, de su malditismo –publicó una novela de éxito en su juventud pero no ha sentido la motivación de escribir desde entonces-, como resignado a perpetuar su propia leyenda, interpretado por Toni Servillo, el actor fetiche de Sorrentino, que actúa como maestro de ceremonias y nos guía por un escenario inagotable que acoge desde lo hortera y lo vulgar a lo sublime, una amplia gama de tonalidades, de registros que a su vez tiene un nítido reflejo en la banda sonora.
La película –larga, casi dos horas y media- avanza como una sucesión de escenas sin un argumento claro. La trama se crea por acumulación a través de los retratos de los amigos/as de Jep, seres privilegiados pero descontentos, demasiado pendientes de sí mismos, que a duras penas tratan de espantar su inevitable decadencia. Aunque en esta ocasión, ya lo hizo a fondo en Il divo, basada en la incombustible figura de Guilio Andreotti, Sorrentino no toca la política –si acaso, lo hace de pasada, dando a entender que en su día los protagonistas tuvieron ideales y un cierto compromiso con una opción ideológica progresista-, sí cabe en ella la religión, la Iglesia, como un contrapunto extremo, enigmático, un tanto surreal, al desencanto reinante, aun así capaz de cohabitar entre tanto desenfreno.
El libro escrito por el Jep joven sirve de metáfora a una ciudad –Roma- bloqueada, paralizada por su exitoso pasado, por el peso, el fruto, de una larga Historia bien sedimentada a lo largo de los siglos en cuya gloria resulta imposible no regodearse. ¿A qué cabe aspirar cuándo las mayores cuotas de belleza, de lujo y de crueldad ya han sido alcanzadas y cuyos vestigios insuperables nos rodean a fin de recordárnoslo un día tras otro?
La gran belleza es, en definitiva, una visión osada, fantasiosa, un tanto grandilocuente, siempre ambivalente, agridulce, sobre la fugacidad de la vida y la necesidad de aferrarse a los preciosos destellos de belleza sincera que ésta ofrece como inútil antídoto al ruido, a esa cháchara inútil que siempre nos rodea pero que siempre se disuelve y de la que a la postre no queda nada. Solo Roma pervive, la ciudad eterna.