De esa librería familiar donde las novelas van adquiriendo la hermosa pátina del polvo que el tiempo deposita, he recuperado recientemente una obra de esas que languidecía asumiendo que nunca más nadie iba a volver a leerla y que su destino, al igual que sucedió con la mayoría de compañeros de fila, era el container del reciclado de papel. Se trata de “Las historias naturales” de Joan Perucho, escritor catalán que falleció en el año 2003 y que, además de la poesía, cultivó el género histórico-fantástico con originalidad, muestra de lo cual es la novela que nos ocupa hoy.
El argumento se centra en la reaparición de Onofre de Dip en el pueblo de tarraconense de Pratdip, pueblo en el que sobrevive la leyenda de los Dips, perros vampiros que asolaron la comarca, y del citado Onofre, señor feudal que se convirtió en vampiro. Con esa disculpa, Perucho crea una novela al estilo de las del siglo XVIII, donde coexistían y pugnaban los ímpetus racionalistas con la escritura romántica y gótica. Para sustentar esa ficción de novela trastemporal, la línea argumental principal se rodea de los detalles históricos del momento –1840, al final de la primera guerra carlista, con la derrota final del Conde de Morella en Berga-, así como con extractos literales de documentos de la época, con la recreación de una tertulia racionalista-tradicionalista típica de la alta burguesía catalana de aquellos años y con el adorno de detalladas descripciones de la topografía y núcleos urbanos de la Cataluña tal y como eran en aquellos años basados también en libros de viaje de aquel entonces.
La novela se excusa en la persecución mutua entre Onofre de Dip y Antoni de Montpalau por toda Cataluña, pero su leit motiv corre paralelo y no es otro que dar a conocer a los protagonistas y los detalles del final de la primera guerra carlista en Cataluña, la geografía física y humana del condado catalán y la personalidad de los habitantes de la época. La historia vampírica no sobresale, aportando poca originalidad al tan conocido tema y nuestro protagonista, paladín del racionalismo, no es realmente el vencedor de la lucha entre ambos; más bien, el vampiro se entrega a su perseguidor con el fin de acabar con su errática y, desde algún tiempo atrás, solitaria existencia. En cualquier caso, el libro merece su lectura y entretiene con su erudición histórico-antropológico-geográfica y su fingida ingenuidad.
Pero no tienen menor interés ciertas curiosidades que, como siempre ocurre con lo escrito ya hace algunas décadas, adornan la novela de Perucho.
Comienzan las mismas, incluso antes de abrir el libro. Así, la portada de la edición del año 1.978 da fe del momento de su publicación. Con ciertos tintes de erotismo, -Franco ha muerto hace poco y los españoles absorbemos frenéticamente el sexo público que había estado vedado- nos muestra dos mujeres, una de ellas semidesnuda en el lecho. Dicha escena es inexistente en la novela y es un mero reclamo para los famélicos consumidores de sexo de la época. En la contraportada se vincula la novela a las de Lovecraft –el escritor de Providence era un autor de culto en la España de entonces-, cuando, al leer “Las historias naturales” uno no encuentra la más mínima semejanza con Lovecraft, como no sea el que Perucho también inventa animales –la “avutarda géminis”, a la que no se sabe si clasificar como mamífero o no, el “áurea picuda” de canto fastuoso e inaudible-, frente a los dioses arquetípicos y primigenios que formaban los Mitos de Cthulhu. Estos editores…
Ya entre sus páginas, me han llamado la atención varias cosas. Entre ellas, la primera es la frase con la que concluye uno de sus capítulos: “Cuando abrió los ojos, el pinzón había desaparecido”. No puedo dejar de ver el evidente paralelismo con el afamado microrrelato de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”. Monterroso publicó el suyo en 1959. Perucho publicó “Las historias naturales” en 1960. ¿Casualidad? ¿Homenaje? ¿Plagio de uno de los dos? Me gustaría saberlo. Estos autores...
Por último, dadas las características del autor, nacido en Barcelona, que escribió casi toda su obra en catalán, que fue miembro de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona y Doctor Honoris Causa por la Univeristat Rovira i Virgili de Tarragona, así como galardonado con el Premio Nacional de Literatura de la Generalitat de Catalunya, no se nos despierta el menor asomo de posible sospecha sobre su anticatalanismo, sino más bien lo contrario. Por todo ello, no deja de sorprender en este año pasado donde se ha dado tanto bombo y platillo al tercer Centenario de una pretendida invasión española de Cataluña lo que contaba Perucho hace cincuenta años y que es una evidente simpatía popular por la heredera de Felipe V, el cual, según cuentan ahora los políticos catalanes –olvidando el antes y el después-, les despojó de sus derechos y, poco menos que, los esclavizó. Más gracioso aún es cuando Perucho, como es parte de la técnica de la novela, transcribe el relato contemporáneo de la entrada de la reina madre e Isabel II en la Ciudad Condal y que aquí transcribo: “La capital de Cataluña recibió al pie de sus muros a los ilustres viajeros, a las siete de la tarde del 30 de junio, en medio de numerosas aclamaciones y gritos de entusiasmo “. Así se reescribe la Historia.