I
Te dije que al final la nube me atraparía,
que me empaparía cuando de ti desistiera
en lenta retirada al atardecer.
Aquella tarde eterna de verano
te borraría de mi mente,
entre el rumor del agua y el de las chicharras,
y todos aquellos besos de mármol
con caricias de cadáver en pie,
pero antes volvería a vivir aquellos instantes de incendio.
Te dije que al final la tristeza me atraparía,
que regresaría a la soledad de los bancos
y de los cartones, dejando atrás la brisa del mar
y el grito de las gaviotas
mientras la humedad se incrusta en mi cuerpo
al reflejarme en las cuencas vacías de tus ojos,
al sentir la caricia de tus atroces uñas.
II
La luz se apodera de nosotros
en las noches estremecedoras del invierno.
Hay sombras agazapadas
en los contornos de todos los ojos,
doblando las esquinas,
que sostienen el brocal de la negrura,
trazadas por los inicuos rasgos del azar.
Donde la luz irisa las cenizas,
la luz que cruza el anochecer
alzando la insignia de los desilusionados,
la luz de la razón batiendo las murallas,
la luz tejedora de todos los sueños insignificantes.
Proclamar el prodigio de las sombras.
Eso entonces bastaba.
III
De pronto, ves que me quedo
en la frialdad del cieno
escrutándome, a cada instante,
en los setos del laberinto.
Una duda más puesta en quien escribe.
Mi vida por encontrar una salida
a tantas incertidumbres –hay testigos-,
a toda esa negación del presente.
Atrapado en el absurdo de las especulaciones,
de las distantes ejercicios de escapismo,
por las cuevas vacías, tanto tiempo celosas
de su esplendor pasado, escrutaría.
Hoy lo raro es sentirse en el lugar.
Y aún sigo atrapado.
Sigo atrapado
en esta balada del tiempo ausente.