Mi madre era una mujer fría, distante, sin apenas señas de identidad que la definiesen. No era mala, no; simplemente era una de esas personas que no han dejado huella en ninguna parte…que no serán recordadas jamás, ni siquiera por aquellos que tuvimos la oportunidad de compartir momentos forzosamente especiales junto a ella.
Recordarla de alguna manera es, en última instancia, la razón que me ha hecho escribir estas líneas.
Sus ojos eran verdes, preciosos, perfectos. Pero sin vida, sentimiento, esperanza, pasión o ternura…tampoco odio, desprecio o dolor; si acaso una incómoda sensación de apática y resignada indiferencia, que no dejaba ver el brillo propio, el aporte vital que toda persona lleva dentro y que aflora en momentos de la vida en los que el corazón intenta gobernar la cabeza, a veces sin éxito.
Sin perjuicio de ello era una persona capaz de cualquier labor que se le encomendase, cualquier encargo que se le hiciera, desde afeitar, lavar y amortajar a un rígido y hediondo cadáver del asilo, hasta matar y desollar un cerdo con la exactitud y eficacia de un avezado matarife. Mi madre era útil, especialmente útil y sola y únicamente útil.
Nunca he sabido bien por qué era así; quizás por la Victoriana educación recibida en la escuela presbiteriana de Galloways Hill; o porque apenas fue cortejada por los jóvenes locales, durante sus larguísimos, sofocantes y estériles paseos por la orilla del rio Brisbane, junto al Jardín Botánico cercano a su casa; o quizás y en definitiva, por haber perdido a su soltera madre de muy pequeña y criarse con tía Bertha, rica, amargada, enorme y gritona mujer, violenta y borracha a solas, que no hacía más que recordarle que era hija de la fornicación y que la culpa de su existencia la habían tenido, a partes iguales, la ramera de su madre y un número indeterminado de proscritos, gañanes, rufianes y delincuentes que se le habían arrimado. “Recuerda siempre bien de dónde vienes, Sarah O’ Bryan, porque sin mí es seguro que ahí terminarás”.
La sensación que me da ahora, en mi avanzada madurez, es que mi madre no era capaz de sentir nada con la misma intensidad que el resto de los mortales; nunca vi en ella el más mínimo vestigio de sensibilidad, dulzura, cariño o apego a nada o a nadie, y en concreto hacia su marido; ni siquiera durante el pequeño brote de Gripe Española de 1915, cuando mi pobre padre tuvo que enterrar entre lágrimas y con sus solas manos a su propio padre, mi único abuelo James Neil; hombre excepcional, cuyo recuerdo y presencia aún me acompañan después de tantos años, del que aun siento su calor al abrazarme, su olor a coñac Rouyer Guillet & Cie, su voz ronca, reflexiva y pausada…
Mi padre fue granjero antes que soldado. Dicen que era buen trabajador, honrado, tímido y sencillo, además de propietario de una pequeña granja de gallinas. Tenía sólo dieciocho años cuando se casó y veintitrés cuando embarcó desde el puerto de Brisbane para Europa, el 21 de Octubre de 1916, a bordo del HMAT A48 Boonah; un precioso carguero de línea capturado a los alemanes y hundido por éstos, con toda su carga de personas y víveres en la costa de Irlanda, poco después de llevar a mi padre al frente occidental.
Cuando ésta historia aconteció, yo tenía ya once años, y hacía más de siete que mi progenitor descansaba en paz; había caído en Francia, en la rivera del Souchez, cerca de Avión. Mis recuerdos de entonces giran en torno a la casa que mi abuela Jemima tenía en Sandgate, donde nos fuimos a vivir tras la muerte de mi padre. Una curiosa simbiosis se gestó entre las dos viudas; se respetaban, se ignoraban, convivían…con el único interés común de educarme, de hacerme un hombre.
Aún recuerdo con total claridad el día en que llegó la carta del Ministerio de la Guerra, exigiéndonos que cruzáramos medio mundo, de Australia a Bélgica, para un asunto de vital interés. Nos quedamos perplejos. Mi padre había estado casi todo el tiempo en el cementerio de Warneton, junto a 30 australianos -23 eran sus compañeros del 4º reemplazo del 41 batallón de Infantería Australiano- y tres británicos enterrados en Junio y Julio de 1917. Ahora, en su traslado al cementerio Británico de Messines, en Bélgica, se exigía el reconocimiento de sus restos por razones precisas que en su momento se nos expondrían...La carta advertía de la pérdida de los derechos económicos existentes de no personarnos en tiempo y forma sus herederos legales.
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Estábamos aun débiles por el larguísimo viaje, pero avanzamos decididamente por la larga hilera de lápidas blancas…atardecía y en el cielo de Flandes se dibujaban un increíble crisol de contrastes rojizos, anaranjados, violetas y grises. La tímida e incipiente primavera ya había cubierto de verde casi todas las zonas que rodeaban las lápidas con una intensidad deslumbrante, con ese color y verdura que sólo se ve en los cementerios; aporte nutriente, fluido vital que tantos cadáveres revueltos daban generosamente a la vegetación circundante, como si la naturaleza devolviese a los vivos parte de lo que les había arrebatado, como si reintegrase vida fresca y nueva a cambio de vida extinta, sucia y rota …al fondo, junto a un foso entre tierra removida y una lapida aún no puesta, dos enterradores con cara indefinida nos esperaban. Sus largas palas, sostenidas por desnudas y huesudas manos, les sobrepasaban las cabezas y apuntaban desafiantes al cielo; su negrura y delgadez, sus rasgos duros, parecían ser lo único zafio y disonante entre tanta luz, equilibrio y color, parecían ser dos sicarios a sueldo de la mismísima muerte, parecían dos muertos del mismo cementerio.
-“Ahí es” dijo un sonrosado oficial de Inteligencia Militar con acento escocés. “Tan sólo quiero que lo identifiquen positiva e indubitadamente. En su traslado a éste cementerio el fondo del ataúd se desclavó, y algunas partes de su cuerpo…”
En ese momento el bigotudo hombretón me miró y se quedo en silencio…
-“¿Es necesario que él nos acompañe?” reprobó a mi madre…
-”Sí” Contestó tajante. “Ya es un hombre y quiero que se despida de su padre como Dios manda”…
Mi viejo pero cuidado traje negro con lazo, regalo de tía Bertha hacia años, me rozaba y apretaba; su pequeñez y estrechez agobiante dejaba ver parte de mis frías pantorrillas y me impedía respirar bien, haciéndome sentir los latidos del corazón más acentuadamente en mi pecho; el suave viento me movía el flequillo, secándome el sudor nervioso que me bajaba por la nuca; al oír las palabras de mi madre no pude evitar apretar dentro de mi bolsillo, hasta clavarse y hacerme daño en mi pequeña mano, las dos condecoraciones de mi padre, que desde siempre me han acompañado…
-“Continúe Comandante”- Insistió mi madre- ¿Porqué estamos aquí?
-" Verá señora, parece ser que bajo la ropa de su marido, hemos encontrado partes de un uniforme alemán; no es la primera vez que nos encontramos con una… simulación de muerte…”
-¿Insinúa que mi marido es un desertor? Interrumpió mi madre en su habitual tono inalterado.
-“Yo no insinúo nada…señora Neil, sólo intento hacer mi trabajo y archivar éste asunto…de una vez” dijo el militar con tono cansado. “Además, nos extraña que se inscribiera como soltero en la oficina de reclutamiento estando ya casado; aunque ya veo la documentación que nos aporta, en la que la madre de su marido ha cedido a usted y al chico todos los derechos que le corresponden como parientes más cercanos”.
Tras una señal del comandante, los espectrales enterradores levantaron la tapa del féretro parsimoniosamente, pero sin afectación ni respeto. La visión era horrible y aun me acompaña; el cráneo, ya separado del tronco, había perdido parte de zona parietal derecha, pero conservaba gran cantidad de piel y una seca mueca de dolor; su mandíbula abierta y sus dientes amarillentos reflejaban cuán fue su angustia al morir. Quizás por la descomposición cadavérica, tenía su único brazo encogido hacia arriba, en forma de garra, apuntando sus crecidas y céreas uñas hacia mí, como si hubiese querido agarrarse en su último estertor a algo o a alguien, a la misma vida quizás. Bajo el uniforme caqui se veía, al haber perdido todo el brazo derecho, parte de una guerrera verdosa más oscura y algunos botones metálicos grises, enmohecidos, con una corona en relieve; distintos de los dorados propios del uniforme australiano. Por todo el ataúd se veían trozos de hueso partido, harapos revueltos y restos de gusanos secos. Un olor indescriptible a moho, madera podrida y descomposición húmeda que brotaba de la fosa nos empapó el rostro literalmente; sensación asquerosa, sabor nauseabundo que conservé varios días bajo el paladar, por mucho que escupí, me enjuagué e hice gárgaras con vinagre.
Mi padre -así lo recuerdo- era moreno, pero el que parecía mirarme con sus cuencas medio vacías y los restos de párpado pegados al hueso, era rubio, casi albino.
Mi madre asintió a su interlocutor con la cabeza.
“¿…Está segura?”
“…Sí… es él.”
“Bien, firme aquí…” -El tono de su voz sonó más a burócrata que a soldado- “Y… pueden marcharse.” Giró groseramente sin despedirse y se alejó a contraluz, mientras decía:
-“Tapen eso y pongan la lápida de una maldita vez”.
En ella, aún puede leerse:
Australian Imperial Forces
Private
A. C. NEIL.
41st Bn. Australian Inf.
25 June 1917
Mi madre salió del cementerio, rápida y rígida. Seria. Me apretaba la mano. Le oí susurrar entre dientes:
“Archibald Christian Neil…, espero que el Diablo te lleve, espero que te pudras en el infierno, reverendísimo hijo de Satanás, estés donde estés.”
Fue la última vez que habló de mi padre.
Fue la única vez en su vida en que pareció afectarle algo.