Siempre me ha emocionado el cine de Woody Allen. Lejos ya de la genialidad de los primeros tiempos, una se ha ido acomodando a historias quizás más reales, más cercanas y más digeribles y espera, con el entusiasmo de un niño que cuenta los minutos para que la campana anuncie el recreo, el “regalo” anual de Woody. No hace falta haber visto “Blue Jasmine”, la última película del irrepetible cineasta, para esbozar una sonrisa ante la reseña que le dedicó el programa “Días de Cine” en su última emisión del 2013 (sí, sí, voy a ser malota y a pasarme a la monarquía por el Arco del Triunfo, una vez más). Allá va:
“La actriz Cate Blanchett se metía en la piel de esa mujer en la que se hacía un retrato sin piedad de algunos de los males que estamos viendo en los últimos tiempos en algunas personas de renombre, esas que han visto crecer el dinero en sus manos sin preguntarse de dónde venía. Para qué: mejor no preguntar. Eso mismo hacía el personaje de Carmela en Los Soprano, pero ellos eran mafia. Blanchett clavó el retrato de una mujer egoísta y egocéntrica disfrazada de vulnerable eligiendo el papel de víctima, pero, no nos engañemos, ella sí sabía de dónde provenía su riqueza”.
Hasta aquí llega la ficción peliculera, en la que muchos han visto a Ruth Madoff, decidida ahora a escribir su propio futuro, reflejada a la perfección en las desventuras de Cate Blanchett. Pero cuando escuchamos la expresión “personas de renombre” no podemos evitar pensar en Infantas de España o en ministras de Sanidad, nadadoras en la abundancia y cultivadoras de coches de lujo (les crecen en el garaje cual champiñones) que pretenden hacernos creer que nunca sospecharon nada, que nunca supieron nada, que son un mirlo blanco cuando no la principal víctima de los tejemanejes de sus maridos, unos golfos bien apadrinados.
Cuando se anunció el estreno de la película, frases como “describe un viaje moral que traspasa clases sociales” o “Blue Jasmine es un triste reflejo de algunos de los nuevos ricos actuales, captando la frágil consistencia de los valores consagrados en el mundo de hoy” ya nos ponían sobre la pista de lo que habría de venir. Los republicanos estamos de fiesta: a los desmanes y tropezones del padre se les suman los delitos de la hija. Así las cosas, ellos solitos van a hacer las maletas a fin de ahorrarse más bochornos.
A estas alturas de la película, y con todo lo que una ha leído, y visto, y conjeturado, no puede por menos que preguntarse cómo se puede conciliar, desde un punto de vista lógico, esa inocencia de la Infanta que defiende Horrach, con su participación al 50% en una sociedad cuyo único objetivo era apropiarse de fondos públicos. La dulce Infanta pagó gastos personales y reformas en el Palacete de Pedralbes con fondos de Aizoon que tenían un origen ilegal, siendo, además, copropietaria de una sociedad concebida para delinquir. Según Horrach, la susodicha, no obstante, es inocente y víctima de una persecución política y mediática. Personalmente, no tengo ni idea de si Cristina ha incurrido en delitos fiscales y de blanqueo de capitales, pero lo que sí tengo claro es que no se puede proclamar su inocencia y la vez afirmar que era dueña, al cincuenta por ciento, de una sociedad articulada para desviar fondos públicos. Incongruente e inverosímil, ¿verdad?
Lo mínimo que se le puede pedir a un fiscal es no atentar contra las reglas de la razón. Y a Hacienda, que nos trate a todos por igual. Pero supongo que esto ya es otra película. Tal vez el bueno de Woody me lo explique mejor el año que viene; mientras tanto, me entretendré con “Lobo”, que te quita las ganas de invertir en bolsa si es que alguna vez las tuviste. Os la recomiendo.