A menudo mi caballo blanco me dirige hacia la ciudad del misterio. Allí donde el tiempo no sabe qué es la velocidad, allí donde es silencio es quietud de eternidad. Allí donde verdaderamente me siento más con ellos y conmigo mismo, converso con el hombre que siempre va conmigo.
Desde la altura observo mi queridísimo patrimonio del amor y del misterio. Contemplo las dos ciudades: el ímpetu, el ritmo, el alborotado tren loco que corre sin cesar hacia ningún dónde. La paz, la armonía, el descanso introspectivo de la otra.
Mis pasos andan hacia los lugares más amados, aquellos donde me dejo cada vez que voy una parte de mi corazón en llamas. Este via crucis sentimental de intenso amor y duro dolor que siento cuando mis labios y mis ojos de pobre hombre caminan hacia los territorios más sentidos.
Detengo mi fiel caballo blanco en la amplia avenida y recorro la línea recta que amo y temo tanto, la línea que me lanza tantas y tantas preguntas para las que apenas tengo respuestas entre las manos desgastadas, las manos impías en el desastre de los días actuales.
Mi letanía es un canto de penitencia, de súplica, de petición de perdón por no ser digno de pisar este territorio tan amado y misterioso.
Siempre estas miradas que escrutan mis ojos desde el otro lado. Unas miradas como paralizadas en el tiempo, para decirte que el reloj no tiene ningún sentido, que ya no sirven desde aquella orilla tantos propósitos, tantos deseos, tantos vértigos para apurar todos y cada uno de los momentos.
Esos ojos que quieren hablarme desde un espacio que no comprendo, desde una torre que se me escapa. Muchos sonríen. Parece que ya han alcanzado el motivo de sus afanes pero no lo entiendo. Trato de captar los mensajes. Escapan por todos los lados. Quizás envíen una llamada de confianza, de calma que apacigüe las inquietudes de mi alma. Quizás quieran decirme algo que alojar en el interior: la respuesta a tus preguntas pueden estar dentro de ti, en tu corazón pero tienes que navegar, atreverte a entrar en tu reino y tratar de descifrar las claves.
Sabes que es un trabajo que durará toda la vida, como este oficio de escribir que es un sendero de navegantes solitarios, esforzados y alegremente tristes. Pero no hay prisa. Tienes todo el tiempo que te den. Hoy tú les miras a ellos, intentas con poca suerte desentrañar las interrogantes que lanzan sus miradas, el sentido de las cosas al otro lado. El misterio de tantas miradas bañadas en el plácido silencio.
Y los símbolos. Las claves que acompañaron por las rutas de la vida a aquellos que te miran desde esta avenida y te invitan a estar un rato con ellos. Ellos gozaron de una vida como la tuya y supieron de amor, de alegría, de palos al corazón, de trabajo, de esfuerzos, anhelos, deseos, ausencias, pérdidas, derrotas. De miedos y esperanzas. Hoy están al otro lado dirigiéndote su mirada que no alcanzas a entender. Que no sabes si algún día lograrás comprender.
Los símbolos. Siempre los símbolos. Aquel autobús en la repisa, aquel escudo en la lápida con el equipo de los amores o la Virgen que permanece en los últimos momentos y también después, ya en la otra orilla incógnita. Los angelitos blancos que acompañan el sueño limpio de los niños. Los versos de los poetas venerados y las sentidas palabras de amor más allá del tiempo, más allá de la intemperie, más allá del ajetreado caminar de los días.
Os veo. Una y otra vez, os veo y todavía no entiendo. No me llega el conocimiento para despejar las dudas del misterio. Y entonces echo a llorar. Mi corazón empieza a hablaros entonces. Palabras sencillas para decir cosas grandes.
Y entonces verdadera, sincera, humanamente. Creo.
A mi madre, Angelines Rodríguez García,
Todos los días