Un cuarto de siglo después de su muerte, Salvador Dalí, que era un enigma viviente, sigue siendo un enigma embalsamado. Interpretar cualquier aspecto del Dalí público (sus salidas de tono, sus declaraciones rimbombantes, sus magníficas mamarrachadas) es prácticamente tan difícil como descifrar uno de esos grandes lienzos caníbales donde el sueño y el mar, el cielo y el desierto se funden, se devoran y se nutren interminablemente en medio de extrañas formas de vida y grandes sombras misteriosas.
Más allá de su asombroso dominio de los pinceles, Dalí fue el primer pintor absolutamente moderno, es decir, el primero que ejerció conscientemente las veleidades y obligaciones del artista, la gloria y la miseria del mercado del arte, el primero que salió del taller para usar la publicidad y la propaganda como armas y el que mejor entendió que una frase provocadora o un escándalo podían valer tanto como un cuadro. A su lado, el gran Picasso seguía siendo un genio decimonónico, un artista entregado a una mecánica desfasada en la que producía cuadros uno tras otro en lugar de producirse a sí mismo.
Egocéntrico, maniático, exhibicionista, megalómano, excéntrico, Dalí iba por la vida aireando sus traumas infantiles y sus bigotes de espadachín, esas antenas de insecto que vibraban al tintineo de las pesetas y a la menor perturbación del aire mediterráneo. Era muy difícil tomarlo en serio porque en cualquier momento el niño caprichoso que había en él tomaba las riendas y armaba unos pollos tremendos. Cuando los surrealistas adoptaron a Dalí, muy pronto ya no supieron qué hacer con él, porque puestos a escandalizar y a epatar a la burguesía, Dalí iba más lejos que nadie. Al final acabó escandalizando al propio Breton, el Papa del movimiento, y le montaron una especie de juicio sumarísimo donde Dalí se puso de rodillas en el suelo y empezó a darse golpes en el pecho.
El psicoanálisis lo fascinó, aunque lo utilizó no tanto como terapia sino como método para profundizar y esmaltar sus obsesiones: la madre, la mujer, el incesto, la infancia, la sexualidad, la muerte, el canibalismo. Intentó visitar a Freud varias veces pero el viejo patriarca de la psicología no quería saber nada de aquel joven histriónico que alardeaba de sus complejos no ya en su pintura, sino en su mera presencia física. Al final lo acorraló en Londres, y aunque la entrevista no fue ni mucho menos tan problemática como se temía, Freud no pudo dejar de decirle a Stefan Zweig, que lo había acompañado, la impresión que le había producido el pintor: “Nunca había visto un ejemplo tan perfecto de español. ¡Qué fanático!” En agradecimiento, Dalí le regaló un retrato al carboncillo pero Zweig prefirió no cumplir el encargo de dárselo porque descubrió en seguida en aquellas líneas oscuras una premonición de la muerte de Freud.
No menos visionario resultó Construcción blanda con judías cocidas, de 1936, donde un monstruo mutilado y goyesco anunciaba en su martirio el horror de la guerra civil española. Unos años antes había escrito junto a Luis Buñuel el guión de Un perro andaluz, una película que puso patas arriba la historia del cine y que estaba llena hasta los topes de símbolos dalinianos: pianos, burros muertos, hormigas. El propio Dalí salía de figurante, travestido de cura, preconizando la metamorfosis que había de sufrir unas décadas después, cuando abrazó el catolicismo, la tradición, la autoridad, el franquismo y lo que hiciera falta. Buñuel contaba en Mi último suspiro, su extraordinario libro de memorias, que un comentario malévolo de Dalí provocó su destierro de Nueva York y que muchos años después Dalí quiso reconciliarse escribiéndole una carta en donde le decía que había soñado con él y que tenían que realizar otra película juntos. Buñuel le respondió con un telegrama escueto, “Agua pasada no mueve molino”, pero años después se arrepintió y comentó que no le importaría visitarlo y que bebieran juntos una copa de vino en recuerdo de los viejos tiempos. “A mí tampoco” dijo Dalí, cuando se enteró. Y remató la amistad con esta maldad definitiva: “Pero yo no bebo”.
En 1948 regresó a España y alabó la dictadura de Franco con elogios tan ditirámbicos y absurdos que sonaban a hueco, pero así consiguió no sólo que lo dejaran trabajar en paz sino que lo apadrinasen como la mascota oficial del régimen. Como les ocurrió antes a los surrealistas, nunca supieron muy bien qué hacer con él porque, en cuanto le daban carrete, Dalí la liaba parda. Cuando en una entrevista le preguntaron, ya en los años ochenta, por aquellas alabanzas apabullantes al franquismo, Dalí se encogió de hombros y repuso que Franco no era tonto: “Sabía de sobra que yo lo consideraba un Tancredo. Y para Franco yo no era más que un botarate”.
Orwell dijo de él que era “más antisocial que una pulga” y Cortázar que, cuando conocía a alguien, de inmediato le preguntaba por Dalí para hacerse una idea de si iba a hacer buenas migas con esa persona. Si la respuesta era del estilo de “Es un gran pintor pero sus ideas políticas son abominables”, Cortázar sabía que no había nada que hacer, pero si decía algo del estilo de “Qué espléndido hijo de puta”, era muy posible que se hicieran amigos. Cortázar también corrigió el famoso anagrama Avida Dollars que hicieron con las letras de su nombre y apellido y lo convirtió en algo más rítmico y preciso: Sin Valor Adalid
Con todo, a pesar de su tradicionalismo, su catolicismo de salón, su fervor monárquico y sus gustos de aristócrata, Dalí fue el pintor del pueblo hasta el punto de que, como señaló Rafael Reig, en aquellos años, casi todas las casas de proletarios españoles tenían colgada una reproducción del vertiginoso Cristo de Port Lligat y no una de El Guernica.
Entre todas las obras maestras de la pintura adoraba La encajera de Vermeer y El Angelus de Millet. Dijo que el centro del universo está en la estación de Perpiñán y que, si algún día Museo del Prado se incendiaba, él se llevaría el aire, el aire impalpable e imposible que pintó Velázquez en Las Meninas. Amaba a Gala sobre todas las cosas, más que a Picasso, más que a la pintura y más incluso que al dinero.