Nos conocimos en casa de Serge. Ella estaba entonces con aquello de “Voilà” o algo así. Yo sabía tanto francés como sé ahora: nada. Acababa de terminar aquel guión en el que colaboré con Antonioni y por el que nunca fui reconocido. La escena de la hélice es toda mía. Pero esa es otra historia.
Yo no sabía quien era ella, ni que cantaba como con desgana, sin mover su cuerpo enjuto. He comprobado a lo largo de los años que las mujeres que parecen más frías son las que lo son menos. En una esquina del apartamento de Serge ella miraba para abajo como la que no me había visto, pero si me había visto, porque disimulaba. Se balanceaba al ritmo de la música y sorbía muy poco a poco su copa de champán de las que se llevaban entonces en forma de campana.
-Qué más quisiera yo que poder hacerte feliz
Me pregunté qué hacía sola aquella mujer tan hermosa y pensé que sería seca y desagradable. Sin embargo, el hecho de que no me mirara me impulsó a acercarme a ella “¿Entonces, tienes novio o no?” Me rió la ocurrencia y se decidió a quitarse el abrigo que todavía llevaba puesto “Hace aquí un calor del infierno” le dije estirando el cuello vuelto de mi jersey.
Ella hablaba español.
Carlos Fuentes y Jean Seaberg estaban juntos por aquel tiempo y charlamos un rato con ellos, casi lo único con lo que se podía hablar allí aparte de Serge. Pero yo ya no vi a nadie porque esos labios parecían moverse para mi y emanaba ese no se qué de las mujeres enamoradas que en aquellos tiempos me enloquecía: se reía por todo.
-Sabes que eres muy divertido
-Ocurrente. Soy ocurrente y adulador
Echaba la cabeza para atrás para reír y su flequillo permanecía en su sitio. Sus movimientos, el ruido de la música y mis comentarios cercanos me permitían oler su estela, un muy sutil olor a leche hirviendo.
Tiempo después sacó aquella otra canción “cómo te diré adiós” pero ya no estábamos juntos.
Al principio me sorprendió su cuello fuerte, casi masculino; me sorprendió y me creó desasosiego, no por masculino sino porque pertenecía a una mujer. Me harté de besar aquel cuello en el campo al día siguiente de la fiesta de Serge. Casi corrimos el uno hacia el otro con música de fondo: “Me han entrado ganas de correr hacia ti como en una película” y volvía a echar la cabeza hacia atrás, ya no tenía duda que para mostrarme su cuello. Yo no dormí nada aquella mañana. “Yo tampoco”. Nos cogió la lluvia aquella tarde y entonces si que corrimos. Si, yo me quité la gabardina y la coloqué sobre los dos hasta que nos conseguimos resguardar en un portal. Los carnosos labios de Françoise Hardy sabían tal y como uno puede imaginarse. Ya había besado el cuello un rato antes en el campo, los labios los besé en el portal, pero se me olvidó morderlos. Siempre me arrepentí de ello. Lo dejaba para el día siguiente. Mañana ya lo haré. Pero como un último bocado apetitoso que dejaba siempre para deleitarme con él al final, tan al final lo dejé, que no pude deleitarme con él.
-No sé lo que te pasa.
-No me pasa nada.
Y se fue en silencio, mirándome por debajo de sus párpados, mostrándome su cuello por última vez y diciendo aquello de “Qué más quisiera yo”. Se ve que era una de esa mujeres que no soportan que no te entregues totalmente. “Que más quisiera yo que poder hacerte feliz” me dijo. En esos momentos míos de intromisión he sido siempre un incomprendido.
Aquel apartamento, de todas maneras, nunca me dio suerte. Primero lo de Antonioni y luego Françoise. Cuando lo dejé se lo cedí a Carlos y Jean.