Vive convencido de que, en la actualidad, costumbres corrientes y arraigadas, se están transformando en actos reprobables y despreciables. Criticados, censurados, vilipendiados y condenados por sectores de la sociedad en crecimiento constante. Como la escasez de agua, producto de la pertinaz sequía, producto a su vez del cambio climático causado por el efecto invernadero, igualmente causado por el agujero de la capa de ozono, que ha transformado actos tan simples y cotidianos como darse un baño o cepillarse los dientes en un potencial despilfarro del preciado y escaso elemento, consiguiendo que los propietarios de casas con jardín o piscina, o ambas cosas al tiempo, comiencen a ser considerados poco menos que proscritos, asesinos en serie o seres abyectos y egoístas sólo de sus propios placeres y servidumbres.
Calibra estas exageraciones mientras riega sus cuatro metros cuadrados de césped, que antes ha segado con un modesto cortador eléctrico. Al finalizar, sudoroso, se asoma a la piscina, en la que apetece zambullirse y procurarse un refrescante baño, aunque antes – deduce comprobando la presión en el manómetro - debería efectuar el correspondiente lavado de filtro; operación ésta que requiere un consumo extra de agua para rellenar los metros cúbicos que se pierden en la ejecución del mismo. Nueva pérdida de agua, nuevas acusaciones silenciosas, nuevo cargo en su conciencia.
Enciende un cigarrillo, mientras medita como aligerar sus escrúpulos, contemplando entre las azuladas volutas de humo el agua transparente y tentadora y aquella sucinta franja de verde con las que tanto ha soñado, tantos sacrificios económicos le han supuesto y que tan mezquino le hacen sentirse ahora.
¡Ah! El humo. El tabaco. ¡Dios Santo! También es fumador – piensa mientras pisotea con rabia la colilla contra el suelo – malversador de agua y fumador, la perfecta combinación de los hombres sin alma. Seres execrables donde los hubiere.
Se siente mal. Culpable. Las campañas en defensa del consumo razonable de agua están pulsando su fibra sensible de hombre responsable. Las reservas tocan a su fin y pronto se expedirá con cartilla de racionamiento. Sólo para beber y cocinar. Más tarde se consumirá con receta médica. Los niños y las mujeres primero. Se destruirán los jardines. Todo lo más, césped artificial y árboles de plástico. Debe decidir como deshacerse de aquellos elementos perturbadores de su conciencia.
Aquel frenesí ecologista le sorprende, de nuevo, con un cigarrillo humeando entre sus dedos. Resuelto, con un gesto de determinación irrevocable, decide que ha llegado el momento de dar un giro de ciento ochenta grados a una vida plagada de contrasentidos. Venderá aquella casa y se instalará en un piso de la ciudad, donde no quepa la tentación de poseer plantas y regarlas o de instalar siquiera una triste bañera.
Y, en aquel preciso instante, abandona el vicio de fumar.
Sus primeras horas como ex-fumador transcurren en un estado de exaltación casi mística. De un lado la firme convicción en la heroicidad de aquel paso, que le hace sentirse poco menos que el ángel expulsando al maligno del paraíso con su espada llameante. Del otro la ausencia de nicotina que le sume en un estado de ansiedad tal, que poco le falta para caer de nuevo y en aquella fascinación encarnarse en el ángel expulsado, volviéndose con un cigarrillo en la boca para tomar fuego de la ardiente espada.
Debe hallar el método con que vencer la tentación que se le antoja insalvable. Enumera los métodos más conocidos: parches, goma de mascar con nicotina, caramelos, acupuntura. Terapias más sofisticadas. Sabe que sólo con su voluntad, con una voluntad de hierro, conseguirá abandonar el hábito maldito. Trata de imaginarse las más terribles enfermedades que la ingestión de humo puede producir en sus pulmones, en todo su cuerpo. Aquella esclavitud y sus cadenas podrán destruirse solo con observar una conducta resuelta.
Esa noche se acuesta temprano. Dormir le ayudará a ganar una momentánea batalla contra el desasosiego. El amanecer le sorprende aún despierto. Cierto es que durante la noche no fuma, pero los planes que ha concebido giran en su mente durante horas, impidiéndole el descanso que tanto anhela.
Modificará sus hábitos, se dice. Nuevas costumbres en que implicarse le ayudarán, sin duda, a paliar la ausencia del humo. Se traza un catálogo de intenciones irrevocables. Por de pronto irá al trabajo utilizando el autobús. Está prohibido fumar en los mismos y en el trayecto habrá ganado ya aquel cigarrillo que enciende nada más subir a su automóvil y que le supone un bálsamo con que superar los cotidianos atascos. En la oficina desterrará para siempre el cenicero. Arrojará a la papelera los paquetes de tabaco que guarda en un cajón para no quedarse nunca sin pitillos. Prohibirá fumar en su despacho. Se rodeará de compañeros que han logrado superar el trance y, por la tarde, al finalizar la jornada, regresará a pié hasta su domicilio, procurándose un cansancio extra que le permita, agotado, dormir a pierna suelta.
El primer día transcurre entre sus deseos reprimidos y las burlas, y los consejos, de sus colegas a los que confía su determinación. Sabe de un método que consiste en apuntar en la agenda o en el calendario los logros conseguidos, los días de abstinencia. Así lo hace, sintiéndose orgulloso al escribir aquel “uno” que se asemeja más a una medalla prendida en su pecho que a un simple guarismo.
Sale de la oficina con el firme propósito de completar la prueba de fuego. Sabe que si logra, si consigue, al día siguiente, anotar el “dos” en su agenda, habrá ganado la primera batalla. Con esta convicción emprende, a pié, el camino de regreso a casa.
Camina por la acera, pletórico de vida en el atardecer. Respira hondo. En su imaginación, cree percibir ya aromas nuevos. Es un vencedor. Va a conseguirlo. Sabe que va a conseguirlo. Seguro de sí mismo, camina a grandes zancadas.
Interrumpe sus pensamientos al divisar a unos metros el distintivo de un estanco. La aparición del inocente establecimiento en su camino le procura, de pronto, una excitación inesperada y, decidido a evitar sus influencias negativas, cruza la calle a la carrera, sin reparar en la densa circulación, intentando ganar la acera opuesta. Se escuchan algunos frenazos. Intenta sortear los automóviles y, en su precipitación, tropieza contra las vallas que protegen una zanja abierta en mitad de la calzada. Se aferra a una de ellas intentado frenar su caída, pero es inútil. Valla y hombre se precipitan al foso.
Recobra la conciencia. La única sensación que percibe es un dolor intenso en su brazo derecho. Es ya de noche. Sólo ligeros resplandores intermitentes iluminan de forma esporádica aquel agujero. Grita. Pide socorro. Aguarda unos instantes. Grita de nuevo. No hay respuesta. Intenta adecuar sus ojos a la oscuridad. El dolor del brazo parece aumentar con los movimientos. Escucha. Nadie. Mira hacia arriba. El borde de la zanja es inalcanzable. Paredes verticales imposibles de escalar. No es muy profunda, unos tres o cuatro metros, calcula, pero el dolor del brazo le atenaza en el suelo. Escucha. Percibe un rumor como de borbotones de agua que parece surgir del fondo del agujero. Un nuevo fogonazo, sin duda los faros de los coches que aún circulan por la superficie, iluminan por un instante el lugar. En su caída se ha precipitado sobre una tubería. La valla que ha arrastrado consigo ha producido una brecha en el tubo, por la que mana un abundante chorro de agua. Está empapado. Ha debido permanecer inconsciente algún tiempo. Como puede, se arrastra hacia una zona de la zanja que no está encharcada. Intenta evaluar la situación. Con seguridad, nadie se acercará, de noche, a la obra. Todo hace suponer que va a permanecer ignorado y herido hasta el amanecer. Hasta que los obreros reanuden el trabajo. Las heridas no son graves. Algunas contusiones en las piernas y sobre todo un dolor intenso en el brazo. Puede que tenga una fractura. Nada en la cabeza. Intentará relajarse, buscar una postura cómoda dentro de lo posible y esperar pacientemente a que amanezca. Se tapa con los restos de papel de unos sacos de cemento. Hace frío.
Las primeras luces del amanecer descubren, despacio, el escenario de su desgracia. Una zanja profunda. Paredes verticales de tierra. Tubos en el fondo. Uno de ellos partido por una valla amarilla. El agua brota incontrolada. El fondo de la zanja está cubierto ya por el líquido que se ha tornado de un color terroso. Agua incontrolada. Pérdida inútil. Cuantos metros cúbicos desperdiciados. Cuantas veces hubiese podido regar su césped. Cuantas veces rellenar su piscina. Está aterido de frío. De pronto, unas carcajadas histéricas surgen de su garganta. Riéndose como un poseso se acerca al gran charco y chapotea en el agua con los pies, con el brazo que no le duele. - ¡Que desperdicio! – grita entre grandes risotadas.
Los obreros se acercan al borde de la zanja donde trabajan. Creen escuchar unas voces que provienen del agujero. Curiosos, se precipitan hacia el borde.
Con trabajo pero con sumo cuidado, lo han izado hasta la superficie. Antes, aún en el fondo de la zanja, le han inmovilizado el brazo fracturado. Los obreros le rodean mientras esperan la llegada de la ambulancia. Le han tapado con mantas. De vez en cuando, emite carcajadas esporádicas como si, de pronto, recordase algo gracioso. Los trabajadores no comprenden. Uno de ellos se acerca y en cuclillas a su lado le pregunta si necesita algo.
- Dame un cigarrillo, por favor. – contesta entre nuevas risas.
- Yo no fumo – contesta el operario – pero mi compañero seguro que tiene alguno.
Aspira el humo con fruición, con ansiedad.
De pronto musita: - Deberías de fumar, imbécil. No sabes lo que te pierdes.
- ¿Cómo dice?
- Nada muchacho. Cosas mías.
Fuma despacio. Disfrutando del placer recobrado. Las volutas de humo ascienden hacia aquel cielo que ya es azul
El ulular de una sirena se escucha cada vez más cercano.