"[…] sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará".
La Biblioteca de Babel
Jorge Luis Borges
Ha sido Juan Goytisolo quien ha sacado a colación esta cita del mencionado cuento de El jardín de senderos que se bifurcan. Lo ha hecho en referencia al actual ocaso de las Humanidades (“Más y más cosas, pero menos importantes”, El País, 21/1/2012), tan bien diseccionado en Adiós a la Universidad, de Jordi Llovet, que en el artículo en cuestión, como no podía ser de otro modo, Goytisolo elogia.
Es probable que sea la cita que mejor le siente al momento actual en que vivimos: no me refiero a la refundición de más de lo mismo sobre las mismas bases, que es lo que estamos viviendo (la salvación del sistema capitalista mediante remedios propios del sistema capitalista, como si ingenuamente se creyera en la posible curación de una patología que se ha revelado letal, cuando no hay antídoto posible, I’m so sorry), sino al ninguneo descarado de la cultura, no sólo como instrumento de formación sino como factor coadyuvante en la solución de conflictos.
Su baja rentabilidad a corto plazo la convierten en la pariente pobre en tiempos de recortes como estos, de modo que en un visto y no visto ha pasado a verse relegada al último puesto de la lista. Si se recorta en sanidad, ¿qué no hacer con la cultura? El asunto tendría una importancia relativa si la cultura no viniera ya de una escualidez endémica, acaso perpetuada aquí desde que la Segunda República vio cercenados de raíz todos y cada uno de sus proyectos. De no haber sido abducida esa Segunda República de impronta pedagógica, la cultura sería ahora entre nosotros quizás el bien más preciado y, en consecuencia, o hubiera evitado directamente el tropezón imperdonable que nos ha sumido en esta crisis (léase la confianza ciega en los sacrosantos mercados) o bien podría permitirse estrecheces temporales sin temor a verse seriamente dañada en sus fundamentos.
No es el caso, lamentablemente. Ya digo que décadas de ignorancia supina nos preceden, aunque en la actualidad se disfracen con índices de alfabetización, escolarización y lectura que antaño jamás hubiéramos soñado. ¡A estas alturas de siglo, faltaría! Pero estamos muy lejos de las cifras de otros países. A modo de ejemplo de quién somos (y de quién no somos ni por asomo), en su “Barómetro de hábitos de lectura” la Federación de Gremios de Editores dio estas cifras para el primer semestre del 2011: tan sólo el 28’8 de los españoles leyó todos o casi todos los días, menos de la mitad de los que lo hicieron en países como Suecia o Suiza: ¡menos de la mitad!
Y es por ello que resulta tan preocupante el actual menosprecio a todo lo que suene a cultura, su postergación a elemento subsidiario en las sumas y restas que hacen quienes mandan en pro de una mejor salud financiera para todos los españoles y es de esperar que en especial para los más afectados (elevándose en estas fechas a un millón y medio el número de familias sin ingresos laborales, y siendo ya espeluznantes los informes de Cáritas). No contentos sin embargo con reducir lo ya irreducible, con menguar lo ya menguado en centros culturales, asociaciones, museos y demás focos de cultura, los actuales timoneles de nuestro presente y de nuestro futuro muestran su cara más oscura ejerciendo aquel noble oficio que en su día desempeñó Cela, el de censor.
Leí la expresión “purga cultural” en el diario Público (voz clara en un mundo tartamudo y ahora al parecer en serio peligro de extinción) y me llevé las manos a la cabeza. ¿A tanto hemos llegado? Miro a mi alrededor y decido que sí, que el asunto es acaso más grave de lo que parece. Puedo entender que se cambie a un gestor que lo hizo mal, que se suprima un festival que no halló eco entre el público, que se acabe con una iniciativa que no cuajó. Pero lo mire por dónde lo mire, no puedo entender por qué se sustituye con alegría insensata a gestores que lo han hecho espléndidamente, que han recibido el aplauso de todos y a quienes, en algunos casos, les queda poco para la jubilación. ¿No sería de interés público aprovechar su buen hacer?
En Cataluña, los ceses súbitos ante el cambio de gobierno comenzaron con el de María Teresa Ocaña, directora del MNAC (Museo Nacional de Arte de Cataluña), que lo fuera antes del Museo Picasso durante más de dos décadas y con notables éxitos. No conozco el terreno de las artes plásticas lo suficiente para dar mi opinión sobre cuáles son las aspiraciones para el MNAC que tiene CIU y Ocaña no compartía, ni creo tampoco en los cargos vitalicios. Sí diré en cambio que visto que el actual director es a día de hoy el saliente del Museo Picasso, esto se parece al juego de las sillas, aquel de “Quien se fue a Sevilla…”. Bajo apariencias aún más oscuras se presentan dos ceses que claman al cielo y quisiera dejar de ellos constancia aquí.
Dolors Lamarca fue la directora de la Biblioteca de Cataluña desde el 2004 e hizo un trabajo impecable. Recientemente, a dos años de jubilarse, se le anunció que iba a convocarse un concurso público para hallarle sustituta o sustituto. Resultó de ello un sustituto. Entre sus muchos aciertos, Lamarca había reducido sustancialmente el ingente número de documentos por catalogar, realizado compras sustanciosas, incrementado las donaciones privadas y llevado a cabo una política de popularización de la biblioteca, que incluyó actividades musicales de gran nivel. ¿Tiene algún sentido borrarla del mapa? ¿Se la ha castigado por su exceso de celo o acaso por haberse rebelado ante los recortes y la pérdida de capacidad de acción de la entidad como era de esperar en alguien leal a su cargo?
Por su parte, Josep Ramoneda se subió al barco del CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) el día mismo de su inauguración allá por 1994. Llevaba pues ejerciendo de capitán del mismo, y excelentemente, diecisiete años, que se dice pronto. En ese lapso de tiempo no sólo ha puesto en marcha iniciativas que quedarán para siempre en la memoria de los usuarios de la cultura de la Ciudad Condal (Xcèntric, Kosmopolis…) y ha albergado festivales como el Sònar, sino que ha convertido el centro en un referente local, nacional e internacional, estableciendo estrechos vínculos y fructíferas sinergias con centros afines tanto del país como del extranjero. Caso de que les apetezca darse un paseo por la encantadora Praga, crucen el puente Carlos, callejeen por Malà Strana y recalen en el entrañable Museo Kafka; verán ustedes parte de la exposición que se ideó y presentó en su día en el CCCB. Caso de que se acerquen a la magnífica Buenos Aires, dense un paseíto por Corrientes y acérquense después al Centro de Cultura, sito en la Avenida de Mayo, donde hasta el mes de junio podrán ver la muestra sobre Borges que en su día en CCCB ideó y nos mostró.
Quienes frecuentamos el CCCB hemos visto en sus salas exposiciones de Cartier-Bresson, Grosz, Gisèle Freund, Brangulí… Por no hablar de las diversas ediciones del World Press Photo y las brillantes muestras sobre los escritores y sus ciudades (Pessoa, Joyce, Magris…). También hemos escuchado a gentes de la talla de Gluksmann, Sloterdijk, Bauman, Semprún, Habermas, Butler, Safranski y hace unos días al mismísimo Todorov. Ante este estupendo plantel de invitados y dada su saludable condición de motor cultural de la ciudad, ¿cabe acaso achacar el cese del filósofo a que se mostrara absolutamente contrario a la fusión del CCCB con el vecino MACBA o a su certeza de que el binomio “catalanismo cosmopolita” encierra una flagrante contradicción?
Hay más ejemplos de decapitaciones repentinas ante el cambio de color político. A nivel nacional, acaso cabría señalar por polémico el de José Luis Cienfuegos, director queridísimo desde 1995 del Festival de Cine de Gijón (ciudad donde la continuidad de la Semana Negra pende asimismo de un hilo) y factótum de un éxito de crítica y público sin precedentes. Sirva como dato que durante su mandato se pasó de 10.000 a 75.000 espectadores y el certamen alcanzó un gran prestigio. Cuatrocientos profesionales del mundo del cine han salido en defensa de Cienfuegos y han asegurado que no volverán a pisar el festival, ni sus películas tampoco, hasta que no sea readmitido. Me tranquiliza y mucho que profesionales tan valiosos como Pedro Almodóvar, Isabel Coixet, Víctor Erice, Álex de la Iglesia e Iciar Bollaín se posicionen a favor de la Cultura con mayúsculas y de su existencia muy por encima de las banderas políticas, demuestran un sentido de la responsabilidad del que nuestros políticos carecen.
Visto lo visto, este artículo podría también haberse titulado “De cómo desperdiciar el talento y quedarse tan ancho”. Convencidos de su poder omnímodo, los gobiernos temporales (en este caso el del PP en España y CIU en Cataluña) se abren paso a golpe de mandoble, cercenando la hierba que crecía para plantar la suya propia. Con lo fácil que sería entender que en tiempos de ecología obligatoria este proceder es del todo contraproducente… Y es que enfocada desde la continuidad y la optimización de recursos intelectuales, la cultura podría incluso combatir los recortes con éxito, pero si se le ponen palos en las ruedas difícilmente hará otra cosa que despeñarse.
Qué rotundo fue J.M. Martí Font (El País, “No hay más cera de la que arde”, 18/1/2012) escribiendo: “Ninguna sociedad mínimamente segura de sí misma; ningún país que aprecie sus instituciones y valore las capas de trabajo y conocimiento que subyacen en cada equipamiento cultural, debiera permitir que el partido político que en cada momento ocupa el Gobierno considere que es el propietario de los museos, teatros, bibliotecas o academias de titularidad pública y que tiene derecho a echar a quienes allí trabajan y colocar a los suyos, porque <ahora es nuestro>.” Lúcida y valiente reflexión a la que cabe añadir las palabras de Lluís Pascual, castigado su barco, el Teatre Lliure, por la severidad presupuestaria: “Subir un peldaño cuesta mucho, pero una escalera se baja volando; ese es el gran riego, la calidad. Tengo miedo a que de aquí a unos años seamos todos Tele 5”.
Es una pena que a cada cambio de oleaje tengan que instaurarse modelos de gestión cultural nuevos allí donde los anteriores funcionaban a las mil maravillas. Debe de tratarse de un intento de que la cultura no desentone con el ensanchamiento y estrechamiento permanente de aceras, los cambios de semáforos por otros más ergonómicos y la sustitución de papeleras por nuevos modelos. Alguien debiera advertir a quienes dan esos peligrosos golpes de timón que la cultura, lejos de encogerse y dilatarse como la plastilina, es arcilla moldeable pero que una vez cocida se rompe. Es, asimismo, una tarea de sedimentación que se hace a base de años y del esfuerzo de muchos, y echarla por tierra tiene un precio muy alto.
Ni que decir tiene que confío en que quien dirige ahora la ya centenaria institución que es la Biblioteca de Cataluña lo haga espléndidamente, igual que confío en que sea eficaz y continuista la tarea del heredero de Ramoneda al frente de esos 15.000 m2 de cultura que son el CCCB. Respecto al Festival de Gijón, dudo hasta de su continuidad. Quizás porque los profesionales del cine tienen un peso industrial mucho mayor que las decenas y decenas de personas de gran relevancia intelectual que llenaban el teatro del CCCB el día en que se despidió a su querido capitán. Parece ser que no es lo mismo agitar unas cuantas películas de Almodóvar que unos párrafos de Montaigne…
A pesar de los pesares, creo recoger el sentir de unos cuantos al afirmar que sería una excelente idea que Josep Ramoneda ocupara ahora su tiempo en escribir la segunda parte de su último y tan celebrado libro, Contra la indiferencia, ahora más que nunca tan necesario.