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ISSN 1989-4163

NUMERO 30 - FEBRERO 2012

Persistencia de la Memoria Reblandecida

Luis Arturo Hernández

                 (A propósito de la exposición Tesoros de la literatura infantil,
Centro Cultural Montehermoso, Vitoria-Gasteiz, a comienzos del siglo XXI...)
                                              
                                                                  a Koldo Aguinagalde,
                                                                       azken agurra, in memoriam.
                                                                  
   Han proliferado con el cambio de siglo exposiciones temáticas, auspiciadas por obras sociales de entidades financieras o instituciones públicas, comisariadas por avisados, y avispados, gestores culturales con visión de pasado, sobre la non tan sancta infancia que vivimos en la postguerra quienes estamos alcanzado ya una provecta edad, retorciéndole así el cuello al patito feo de la nostalgia en un bucle melancólico, al socaire de una comercialización de tebeos, juguetes de madera o de hojalata y pasatiempos facsímiles de aquellos de cuando entonces, y dirigidos a un público adulto con poder adquisitivo suficiente para pagar, ya por segunda vez, y a precio de pseudo-antigüedad, por la memoria de lo que  pudo haber sido y, tal vez, no fue —el dichoso Scalextric, sin ir más lejos—, a la vez que enlaza bajo su didactismo con la siguiente vuelta de espiral del espacio-tiempo —en la genética de su descendencia: hijos/adoptivos/hijastros/sobrinos/nietos /alumnos y demás—.

   El éxito multitudinario de estas exposiciones sobre tal cultura de masas prueba bien a las claras el carácter retro de una población que mira hacia atrás frente al vértigo de las nuevas tecnologías, y explica la clonación del fenómeno mediante muestras replicantes de idéntica temática por todas la geografía española en lo que va ya de siglo, anticipando el repaso virtual-comercial de las memorias de quienes hoy ostentan/detentan el poder social con esta retransmisión en diferido de varias décadas y cuyo siguiente peldaño es hoy día el revival de la “movida madrileña”.

Y como, para muestra de  este valor en alza de la pop-modernidad, vale un botón, aquí va la crónica de una de tantas, pues “hecho un (in)cesto, hecho un ciento”.

          TESOROS DE LA LITERATURA INFANTIL, UCRONÍA —Y UTOPÍA— DE LA POPMODERNIDAD  

   En esa resaca de la memoria que arrastra —mimados pecios de un naufragio del mar de la memoria—floridos pensiles, enciclopedias y manuales de urbanidad, se estrenaba el milenium con la vuelta al mundo de la santa infancia en España, por  los centros culturales y salas de exposiciones, de Tesoros de la Literatura infantil.

   En Vitoria el evento se instaló —más de un visitante tomó la exposición por una instalación más— en el C. Cultural Montehermoso, montículo del alavés jardín de Venus de una Dama que se elevara sobre la colina de Gasteiz en aquel ajedrezado escaqueo del casco viejo que delimitan las cuatro torres del tablero de la Ciudad, y que tras haber sido aristocrática residencia y sede episcopal  sucesivamente, ahora, vaciado el vientre de la Bestia de cualquier vestigio nobiliario o clerical, reducido a su mínimal expresión, a su máximo exponente conceptual, albergaba el mundo infantil de los de abajo, el muestrario de los exvotos de esa superstición del Libro del pueblo llano en su descenso en espiral a través de un laberinto helicoidal hacia las profundidades del Depósito de Aguas, fuente de información y venero urbano de la “Muy noble y muy leal ciudad de Vitoria” que en una sociedad democrática y por efecto del mito de la cultura convierte en objeto de culto cualquier forma de cultura y a los artistas, en la aristocracia sagrada de la nueva heterodoxia del Arte.

   ¿Es la simple nostalgia de una precaria, austera y remota educación sentimental la que lleva a la generación actualmente instalada en el poder, que pliega el pop up book de lo institucional o despliega el teatrillo de cartón del bipartidismo burgués, a rebuscar en el desván de la memoria, buscando en el baúl de los recuerdos, para exhibir ante las generaciones siguientes, con la impudicia y la recreación morbosa de quien abre a unos desconocidos la puerta de su almario —la llave de la alacena o la ranura de su alcancía—, y muestra con más cuento que Calleja sus entrañables ediciones pulga o el atlas y los mapamundi de Salvador Salinas con las fantasías infantiles de las personillas que pululaban por ambas Castillas: la Vieja, la Nueva?  

   ¿O se trata de la despedida definitiva de un mundo que desaparecerá, barrido por las nuevas tecnologías, y precursor, sin embargo, con el carácter casi artesanal del diorama pop up y la edulcorada estética ingenuista de libros de hojas troqueladas y mecanismos de tira y movimiento, de los “novedosos” libros en 3 dimensiones o de los más modernos programas de animación de dibujos para todos los públicos, de libros-juego o manuales de portadas estampadas y lecturas ilustradas que nos revelan que la renovadora didáctica de la Reforma educativa ya se aplicaba en las islas del tesoro de la ilustración del s. XX, en el empantanado mar de la Escuela Tradicional, algo más que su reducción simplificadora al Nacional-Catolicismo?

   ¿O es que, más allá del negocio del ocio en la desocupada sociedad industrial y la rentabilidad de la historia del corazón, de los tebeos, fotonovelas y colecciones de cromos —nuestras revistas del corazón— y la reamortización de los recuerdos escolares, del coleccionismo compulsivo de los vestigios de la inocencia perdida en pupitres con tintero y las reliquias de una pureza virginal entre manualidades, juguetes de arrastre o a cuerda —recuerda— o estampas recortables —de corta y pega—, la generación que rige los destinos de España —cada generación tiene su  Príncipe y mendigo— necesita precintar definitivamente su infancia, plastificar ya su pasado, encerrar su heterogéneo cajón de los juguetes en la casa de cristal —su particular 13 Rue del Percebe— hecha de unas vitrinas de metacrilato, en el caos   ordenado, colorista de antigua connotación y ambiguos, despintados recordatorios  —de lo pudo haber sido y se fue—, y poder falsificar, en una palabra, la memoria para hacer digerible el olvido, afilar con el sacaminas del recuerdo selectivo un  benévolo y complaciente teatro de sombras y  tipos móviles de la memoria —entre humedades y celofán, incertidumbres y cartón piedra, goma de saltar y tirabeque, fósforo y titubeos—, distorsionando el tiempo en unos dalinianos relojes blandos?

   ¿O es, por fin, una tentativa desesperada de buscar el anclaje de nuestros vicios y virtudes, de rastrear la infantilización a la que se ha sometido a las generaciones venideras mediante los subproductos de la llamada literatura infantil y juvenil — abuso de menores con agravante de malos tratos psicológicos para el lector—, su desafecto hacia la lectura de diseño curricular —y acaso pedofilia editorial—, su indolencia ante la lucha por la vida, en aquel cúmulo de subliteratura de toda laya que, entre sellos, vitolas y calcomanías, estampas y postales, nos iluminaron el camino de los iconos, ensombreciendo más lo negro impreso, con profusión de ilustraciones que sembrara en nuestra almáciga de mozos legos cierta alergia de espoleta retardada hacia las lecturas —negro sobre blanco—, amaestrándonos en la picardía de ver los santos selectivamente, desde La vuelta al mundo de dos pilletes en la edición de Ramón Sopena al De pilluelo a senador (1901) de  Seve Calleja, pasando por la poesía didáctica y moralista —las Fábulas de Félix Mª Samaniego— o las novelas juveniles, de Verne —Los hijos del Capitán Grant o Escuela de Robinsones—, y otras que no lo eran tanto  —Los viajes de Gulliver, sin ir más lejos—, entre las historietas de los héroes antiguos—El Capitán Trueno y El Jabato y sus ternas heroicas— o los paladines contemporáneos -Flechas y Pelayos, Roberto Alcázar y Pedrín o las Hazañas bélicas del sargento Gorila en la II Guerra Mundial, en la antiquísima y pacífica colonia española de la isla de Guam—, hasta Pumby y Pulgarcito, TBO y otros tebeos —-desde las Hermanas Gilda, hijas de excombatiente caído por Dios en la Cruzada hasta el hambriento  republicano Carpanta—, que por metonimia nos fueron  metiendo en el saco de la iconografía y los dibujo animados, bajo la sombra ominosa y etérea de elefantes  voladores —del Dumbo de Disney al Babar de Branhoff—, antecesores de tantos superhéroes alados como han planeado sobre generaciones posteriores y ante las que nos reinfantilizamos, en cuclillas,  jóvenes seniles ya o aún adultos pueriles?

  Sea como fuere, el revival y remake de la infancia perdida que ya no ha de volver confirma, con paranoia crítica de Dalí, la persistencia de la memoria reblandecida.

           P.D. A MODO DE EPÍLOGO

   A la hora de revisar este auto-cuestionario, y un decenio más tarde de la muestra descrita, me llega noticia de la inauguración  en la vitoriana Sala de Caja VITAL Kutxa de la exposición Capitán Trueno: nuestro héroe. Más de lo mismo. Suma y sigue. “Las gallinas que entran por las que salen”, o sea. El tiempo sigue sin pasar —¿ucronía?—. No ha lugar —¿utopía?—. Cronotopo virtual. ¿CONTINUARÁ?

Ángela

 

 

 

 

 

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