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ISSN 1989-4163

NUMERO 30 - FEBRERO 2012

Decir No

Inés Matute

Hace  años tuve un vecino- todo un personaje- en cuyas tarjetas de visita había hecho imprimir  cuatro palabras a modo de leyenda; a saber: “Un señor de Bilbao”. Ni abogado, ni maestro ni ingeniero de caminos. Un señor de Bilbao, consideró, era el título que más decía de él. El que mejor le calificaba. He recordado a ese buen señor a raíz de una observación de un periodista de El Mundo: “Vargas Llosa cumple el primer mandamiento del credo del novelista: nada que agregar a la tarjeta de visita”. Nada. Porque, para qué engañarnos, hay nadas muy bien criadas.

Que Vargas Llosa me caiga estupendamente es algo que a nadie debería sorprender. Y no sólo por afinidad ideológica- siempre ha dejado clara su proximidad a Rosa Díez y al partido del cual ella es la cabeza visible- sino por esa independencia que gobernó su carrera entera. Por eso le aplaudo el corte de mangas- y ya van dos- al propósito del PP de convertirle en un ornamento cultural, en la niña que interpreta a Liszt cuando se sirve el café a los abuelitos.

Encabeza el supuesto credo del novelista el precepto de no refugiarse en el Estado ni deberles nada a los políticos, no cultivar el pesebrismo, no dejarse domesticar. No jugar ni al rollo de la ceja ni a su contrario, que es el que ahora palpa el botín. No lo necesita. No lo quiere. Para qué. Algún letrilla con menos reparos aceptará el cargo como el más grande de los honores, olvidando por un momento que el trabajo de un escritor consagrado sigue siendo el mismo que inspiró sus primeros capítulos, el que se cuece bajo la luz de un flexo, en soledad. Podrá dar conferencias, viajar por medio mundo como mensajero de todo tipo de voces, pero no se acogerá a sagrado para mamar de la teta del Estado.

En este caso, puede más la carreta.

Vargas Llosa

 

 

 

 

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