Yo soy un verdadero bisoño en esto de los viajes por medio del hectorplasma. El que era un experto fue el venerable Honorio Godofredo Maxwell, cuya historia fue contada con ciertos dejos hollywoodenses por Clifford D Simak. El tal HGM se mandaba para donde gustasen llamarlo. Generalmente era para partos de vacas lobunas, ésas que tráiban al mundo, como decía el viejo, más bien lobos que terneros. Lo llamaban y él iba. Se enchastraba un poco con Gomina Glostora para no parecer desaliñado y zarpaba. Llegaba en dos periquetes a lo sumo. Algunas veces lo requirieron para cosas más drásticas, como limpiar los manuscritos de la biblioteca nacional de Florencia, allá por el 1966. Y ahí lo conocí. Yo había llegado contrariando los deseos de mis padres, de polizón legal en un viaje de locos desde Río Gallegos a Ceuta, vía Bahía Blanca, Quequén, Santos, una Isla que creo que se llama Asención y dos puertos de África que mejor no recuerdo cómo se llamaban. Así que, cuando me presenté al jefe de limpiadores de barro, estaba hecho pelota, pero entusiasmado. Estaba en mi ciudad amada, laburando, una gloria, pero cansado como la puta madre. Y no va que se aparece HGM, amigo de mis viejos, me saluda y me dice:
—¿Y usted mocito, qué le parece, qué vamos a hacer con usted?
Porque hablaba así, entre misterioso y atolondrado para la repetición. Yo me quedé en el molde, lo saludé pero seguí trabajando. Él hizo como si nada y se puso a limpiar una cosa maravillosa, pero no era ése su interés sino el barro que sacaba. Miren cómo será que lo recuerdo con tanto detalle, a pesar de los años transcurridos.
El viejo Maxwell, de los Maxwell de la provincia de Buenos Aires, ojos celestes, regordete, profesor de Botánica en el Nacional estaba ahí, escurriendo barro y yo no entendía lo que buscaba, aunque debía ser importante para que lo trasladaran él y plasma. En una de ésas
—¡Zas, con la puta! —dijo el venerable.— ¡Me caigo y me levanto! —volvió a gritar como para tapar el exabrupto anterior. —¡Señor Diretor, venga Don, venga! —Cosa que éste hizo y, mirando los miasmas que había separado el viejo pampeano, dijo, más o menos con el mismo tono, pero en italiano:
—Puta vacca! —Que quiere decir: ¡Puta vaca!
Yo no podía creer que esos dos hombres que tenían tantas responsabilidades sobre sus hombros pudiesen putear así, pero la vida no me había dado oportunidades de conocerla más allá del límite familiar, así que no tenía nada que decir, sólo observaba azorado, o sea, con mirada de azor, a ver si podía distinguir de qué vaca hablaban.
Creo que descubrieron algo que Borges hubiera llamado Aleph (el cuento afamado, de hecho, lo leí un tiempo después), pero es una conjetura mía, que soy bastante dado a dejar volar mi imaginación, diría mi padre. Otra explicación no se me ocurre ya que fue ahí que el viejo me dio sus propelentes maxwellectoplásmicos diciéndome:
—Ya no los necesito, purrete. Déles buen uso.— Y se puso a enseñarme cómo usarlos, claro. En la biblioteca no había nadie ya.
Dos semanas duré en esa tarea pues, a pesar de ir de un lado al otro para que no me pescaran, la ley puso sus manos sobre mis hombros y me obligaron a retornar. Siendo todo legal, aproveché a regresar en un barco factoría de mariscos que hacía la ruta: Cádiz, Liberia, Ciudad del Cabo, unos puertos en Madagascar, Auckland, Valparaíso, Punta Arenas y de ahí me subieron a una liebre que me dejó en el puesto de Güer Aike de los carabineros de Chile, donde pasé la noche hasta que me fue a buscar la Policía de la Provincia de Santa Cruz y de ahí a lo de mis viejos, que casi sin saludarme me pusieron un plato de buen puchero de ñandú y luego medio vaso de vino y un sopapo en plena jeta.
Los combustibles no los pude usar hasta que alcancé la mayoría de edad, a Maxwell no lo vimos más pues el Aleph que encontró en esa estampilla de correo lo llevó al mismísimo carajo, y así fue como, casi sin quererlo, conocí la Isla de Pascua. Un espectáculo, qué quieren que les diga.