Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hemos sido unos derrochones. Sí, el dinero nos quemaba en las manos. Olvidamos el cuento y nos comportamos cual cigarras hedonistas. No supimos pensar en el mañana. Nos dejamos arrastrar por el espejismo de la gratificación instantánea. No quisimos renunciar a ninguno de nuestros caprichos. Nos comportamos como consumidores insaciables de tarjeta fácil.
Pero una vez expuestas nuestras faltas, asumida nuestra culpa, llega por fin la hora de la penitencia, de expiar nuestros pecados, de hacer acto de contrición, de sacrificarse para compensar los incontables excesos a los que nos arrastró nuestra impulsiva lujuria crediticia. Solo a través de la mortificación de nuestras billeteras seremos capaces de recobrar el equilibrio, la mesura, la serenidad.
Se acabó el comprar sin reparar en el precio, el usar y tirar, el reservar mesa a final de mes, el culto al aumento de cilindrada, el póngame uno más, el quédese con el cambio, el otra firmita aquí también, el no te preocupes por eso, el tranquilo no hay problema, el eso tiene arreglo, el déjalo de mi cuenta, el así da gusto.
Gracias a dios, esta vez los pastores nos conducirán por el buen camino, nos devolverán al redil de la cordura, aquel del que nunca debimos salir, nos conducirán a los pastos de la sobriedad donde comeremos solo lo estrictamente necesario, perderemos las bolsas de grasa que hemos acumulado y estaremos más sanos, más esbeltos, seremos más felices.
Todo es por nuestro bien. Y es que, ay, no se nos puede dejar solos. Claro, nos excitamos, nos comparamos con el vecino, nos dejamos llevar, queremos más, nada es ya suficiente, no valoramos lo que tenemos, enseguida nos cansamos de lo que adquirimos. Si es que no sabemos lo que queremos.
Alguien nos tiene que fijar los límites, a alguien hemos de rendir cuentas, si es que confundimos libertad con libertinaje, no tenemos medida de las cosas, somos seres caprichosos incapaces de aceptar un no por respuesta, siempre dispuestos a tirar la casa por la ventana para así tener la excusa y comprar otra más grande.
Bueno, por esta vez pase. Eso sí, aprendamos de nuestros errores. Algo así no se puede volver a repetir. Es por nuestro bien. Ellos nos lo arreglarán. No hay ya por qué preocuparse. Lo peor ha pasado. Pero tenemos que confiar. Y, eso sí, procurar no movernos. Si no, no nos podrán ayudar.
No nos inquietemos. Tranquilos, no es nada. No pasa nada. De verdad, hagámosles caso. Ellos saben lo que es mejor para nosotros. Pero tenemos que estarnos quietos. ¡Y bien! ¿qué pasa? ¿Acaso no confiamos en ellos? ¿Es eso? Mirad, no tengamos miedo. Dejémosles hacer. Además, ya casi han terminado. ¡Pero hay que estarse quietos, demonio! ¡Si no es que es imposible! ¡Encima que intentan ayudarnos! ¿Así es como reaccionamos? No, si al final vamos a tenerlo bien merecido. Si es que somos unos desagradecidos. Nuestra desgracia nos la hemos ganado a pulso. No aprendemos. Sí, unos desagradecidos, eso es lo que somos.