No quería engañarme: Tenía un futuro difícil por delante. Mi marido acababa de morir y yo había dejado de trabajar un año atrás para acompañarle en su enfermedad. Por otro lado, mis hijos tenían ya sus propias familias, sus ocupaciones, sus vidas más o menos hechas. Miraba a mi alrededor y veía a mis amigas, viudas como yo, y no me sentía capaz de afrontar el tipo de vida que llevaban ellas. Unas vidas en las que las clases de bridge, el golf, los cursos de arte en la Universidad, las visitas guiadas por Madrid , las comidas de mujeres y los conciertos, ocupaban el noventa por ciento de su tiempo. Vivir así, embarcada en el “ocio culto”, no me llenaba en absoluto. Casualmente – o no, nunca se sabe cuándo la vida va a cerrar una puerta para abrir una ventana- coincidí con la Directora General de Prisiones en la fiesta de cumpleaños de un amigo común. Tenía claro que no quería involucrarme más de la cuenta, pero pensé que podría empezar por ir a alguna cárcel y ver en qué podía ser útil. No lo enfoqué como una actividad alternativa y rompedora con la que hacerme la interesante, sino como una iniciativa altruista beneficiosa para ambas partes; a mí me ayudaría llenando mi tiempo libre, y a ellos, los presos, ¿en qué manera podía yo ayudarles? De muchas formas, quise creer.
Empecé a estudiar Medicina porque mi prioridad fue siempre hacer algo por los demás.
Contestataria como la que más, trabajé cuando las mujeres no lo hacían, visité barrios marginales cuando estaba mal visto que mujeres como yo se movieran fuera de su círculo… De algún modo, retar a la sociedad fue, ya por entonces, mi modo de ir un paso por delante y ponerme a prueba. Con el paso de los años y la nueva serenidad adquirida (tal vez sólo aparente), dejé de plantarle cara al mundo y empecé a vivir la vida tal de un modo más sosegado. Pero los hijos crecen, y se convierten en hombres y en mujeres independientes, y es entonces cuando, libre de muchas obligaciones, volvió a mí la idea de hacer algo por los demás, de sentirme útil SIENDO útil.
Gracias a la estupenda mujer que conocí en casa de mi amigo, me apunté en la ONG que se hace cargo de las prisiones, y, tras meses de trámites, empecé a visitar la de Valdemoro. El principio fue angustioso, no quiero engañar a nadie. El sonido de las puertas cerrándose a tus espaldas impone. También imponen las puertas y ventanas de acero pintado de verde, los barrotes, los cristales blindados, los fríos pasillos interminables donde tus pasos resuenan de un modo diferente. Había un bonito patio, cuidado y con plantas, eso sí, porque las clases de jardinería son seguidas con aprovechamiento.
La primera vez que entré en el Módulo 5 - el que me correspondía- estaba bastante nerviosa.
No sabía qué iba a hacer o decir, y cómo me iban a recibir los 140 hombres del módulo que, la verdad, angelitos no eran, precisamente. La cosa fue muy bien, hablé, escuché, jugué al
parchís. Volví el lunes siguiente. Y a ese lunes le siguieron muchos otros. Llevo casi 4 años
yendo y viniendo de mi casa a la cárcel. Ellos me quieren y me respetan, creo, a pesar de que
en ocasiones les reprendo con mano dura.
Un buen día se me ocurrió poner en marcha una revista mensual, para la que recluté a varios presos-colaboradores. Unos dibujaban, otros escribían poesía o textos con recuerdos de sus
respectivos países; algunos se animaron a contar chistes. La llamamos “Historias del talego”.
Tuvo mucho éxito, y, una vez montada, la repartíamos por los 11 módulos. Un amigo mío se
animó a publicarla en su web, y varios fueron los lectores que nos felicitaron por la iniciativa.
La revista como tal consistía en dos hojas de tamaño DIN A 4, dobladas, proporcionadas por
la Imprenta de Valdemoro. Dos de los internos la enmaquetaban después de que, entre todos,
hubiésemos escogido los textos mensuales a imprimir. Demonios, ¡Allí dentro hay gente
realmente mañosa! Un buen día, se nos ocurrió publicar recetas de cocina de los países de
origen de los presos. La idea tuvo una acogida estupenda… Por desgracia, año y medio más
tarde, la revista dejó de imprimirse. La imprenta tenía demasiado trabajo pendiente y no
podíamos interrumpirlo para sacar adelante nuestra revista. ¿Hemos tirado la toalla? ¡De
ningún modo! Ahora tenemos una impresora y un equipo de enmaquetadores dentro del
módulo, dispuestos a retomar su trabajo, así que el día menos pensado volveremos a las
andadas….
Y eso no es todo…
Al introducir en las recetas de cocina en nuestra pequeña revista, comenzamos a hablar de
comida, de los modos correctos e incorrectos de manipular los alimentos. Les hice saber que
yo había sido profesora de cocina y muy pronto se organizaron cursos. Gracias al director y a
mi coordinadora, se creó un ”taller de cocina” en su comedor. Para cuando quisimos
darnos cuenta, ya contábamos con un horno, campanas extractoras y cacharros. Los cubiertos
metálicos y demás utensilios “peligrosos” se guardan en la cabina blindada de los
funcionarios, una cabina cerrada a cal y canto. Los talleres de cocina son un éxito, pero el
mérito no es sólo mío.
Cada lunes recorro los 40 kilómetros que separan mi casa de la cárcel. Ni qué decir tiene, yo
corro con los gastos: la gasolina, parte de la comida que allí se guisa y que previamente
hemos fijado en menús que son la base de mis lecciones. A veces preparo exámenes
sorpresa, y les pongo o les resto puntos según cocinen y presenten los platos. Vuelvo a vivir.
Me siento útil. He encontrado mi camino.