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ISSN 1989-4163

NUMERO 20 - FEBRERO 2011

Atenas 351 a. de C.

Roberto R. Bravo

         Una tarde apacible de Atenas. Acaso ha llovido. Un fresco olor a tierra mojada se mezcla con el de la tibia infusión que un esclavo acaba de servir en los cuencos de arcilla. Dos pájaros, muy cerca uno del otro, se precipitan desde las alturas, cortando el aire en amplia curva antes de rozar el suelo. Ambos dejan atrás el eco de sus gritos. Los dos hombres, sentados en el atrio, retoman pausadamente la conversación, abarcando con la mirada, más allá de las rectas columnas que sostienen el tejado, el ligero declive por el que baja el camino ondulante que se perderá lejos, más allá de las últimas casas, hacia las afueras de la ciudad.

         La larga discusión sobre la unidad y la pluralidad decae, más por cansancio de los interlocutores que por agotamiento del tema, sin que ninguno tenga una impresión de victoria o derrota. Uno de ellos, sin prisa y sin ademán de marcharse, repara en la inevitabilidad del anochecer. Aún queda, repone el otro, un buen rato de luz.

         Ahora hablan de otras cosas. Seguirán discutiendo acerca del ser y el cambio, y de otros temas que ocupan su atención. Durante los próximos días conversarán también con otros, cuyas opiniones no desdeñan. Confían, como tantas veces, volver a reunirse.

         Ya no son, en realidad, maestro y discípulo. Aún joven el uno, anciano el otro, son dos amigos intercambiando argumentos en busca de la elusiva verdad en la que creen, cada uno a su manera. Quizá la rozaron hoy en sus disquisiciones. Repasarán cuidadamente, primero en la memoria, después en la escritura, el uno con minucioso método, el otro como un juego no exento de rigor, la confrontación de opiniones, y sopesarán largamente la validez de los razonamientos. A ambos les importa menos la defensa de sí que la posible certidumbre.

         No saben, no sospechan, que ese hábito que les ha dado el ocio, su escritura, los llevará a lugares que no se atreven a soñar en sus mitos, más allá de su tiempo y su cultura, de la que son orgullosos. Ignoran que mucho después que hayan muerto y su civilización sea sólo ruinas, sus palabras, transmutadas en lenguas que aún no existen, resonarán en otras bocas; que gentes de otros pensamientos las leerán a través de incontables reescrituras en signos distintos a los suyos, creyendo repetir sus ideas, cuando las columnas de este atrio sean polvo y la conversación que han sostenido hoy sea sólo un recurso de la imaginación. No presienten que tras innumerables días sus nombres se repetirán en ámbitos del todo ajenos al suave declive y el camino de tierra que divisan en el atardecer. Ignoran que tienen el dudoso y terrible honor de ser, para el vertiginoso porvenir, no hombres sino símbolos.

A Wolfgang Gil

grecia

 

 

 

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