Era ella, sin duda. Hacía siglos que no la veía y aquel era el último lugar en que hubiese imaginado encontrármela.
Mi amigo Leonardo, crítico de una desconocida revista de arte, nos había invitado a Flor y a mí a la inauguración de la exposición de una prometedora artista en un maloliente local de Malasaña.
El invierno estaba siendo duro y aquella gélida noche de febrero no invitaba, precisamente, a abandonar el calor confortable de nuestro pequeño apartamento. Pero le debía una a Leonardo.
Así que, después de mentirle la horrible jaqueca de mi mujer, había acudido solo.
Y allí estaba, aguardando a que mi amigo terminase su trabajo, con una estúpida copa de vino blanco en la mano, soportando los acosos de diligentes camareros portadores del tópico canapé de los vernisages y escuchando, casi sin querer, conversaciones perdidas de desconocidos que se arremolinaban admirando, criticando, o, simplemente ignorando, aquellas obras expresivamente sanguinolentas, duras e incomprensibles.
La reconocí enseguida. Tan delgada y pecosa como siempre. Y, como siempre, rodeada de personas que reían sus gracias, hipnotizadas por su mirada azul. Aunque siempre sola. Ausente pese a todo. Como cuando la conocí.
Estuve tentado de acercarme a ella de inmediato y transmitirle la misma sorpresa que me había causado a mí su descubrimiento impensado. Pero preferí observarla desde el anonimato de una distancia prudente.
El tiempo parecía haber respetado su belleza extraña. Su eterno aire de niña rebelde que me enamoró en el instituto, cuando las miradas eran tan importantes que, de haber podido trazarse en el espacio, se habría dibujado con ellas una sutil tela de araña en el ambiente tenso de las aulas aquel primer día de clase.
Las nuestras se cruzaron entonces, apenas un instante breve e intenso, donde todo o casi todo se dijo, en el silencio de los deseos incipientes.
Ahora había aparecido de nuevo, su misterioso y próximo pasado interrogándome aún antes de que se percatase de mi presencia.
Y yo la amé de nuevo en este instante mágico, olvidando mi presente y mi futuro, olvidando el dolor de nuestra separación de hace ya tantos años. Sin motivo. Diciéndome en el adiós que me querría siempre. Algunas cartas, escasas llamadas, hasta que la niebla del olvido ocultó nuestros destinos.
Y la vida siguió, y apareció Flor y mi trabajo en Madrid y nuestro apartamento y el hijo que esperábamos.
Y desde aquel aire frío que cortaba en la calle aparecía ahora ella, para turbar mi paz.
La velada se me hubiese hecho eterna de no haber sido por aquel fantasma que había surgido del pasado.
La observé desde todos los ángulos, en una contemplación clandestina que me produjo un extraño efecto. Se movía de un lado al otro de la sala, provocando miradas de admiración. Sin duda su obra estaba siendo apreciada por los entendidos. Siempre le gustó ser el centro de todo.
Y, sin embargo, me entregó a mí solo lo mejor de su adolescencia. Quizás se valió de mi inexperiencia como amante para ensayar, con mi cuerpo y mi corazón, sensaciones que le habrían de servir después, cuando se marchó del pueblo. Cuando desapareció para siempre de mi vida, para buscar la suya.
Leonardo me preguntó si nos íbamos.
– Esto no hay quien lo aguante – me dijo. Profesional, tajante en su apreciación.
Le respondí que iba a quedarme un rato más; que quería saludar a una persona. Se marchó un tanto extrañado, preguntándose a quién podría conocer yo en aquel ambiente tan distinto de mis querencias habituales.
Me tomé otra copa. Y otra. Animado por el alcohol, me acerqué a ella, hasta límites en que mi presencia podía verse descubierta en cualquier momento. Por un instante pensé en Flor, imaginándola, ajena a mis maquinaciones, dormida ya. Seguramente, con la luz de su mesilla encendida y un libro abierto a su lado. Y sentí que la estaba traicionando.
¿Qué extraño magnetismo me retenía en aquel lugar?
Algunos de los invitados habían comenzado a marcharse, mientras yo continuaba con mi particular juego del escondite.
De repente, ella se volvió hacia mí y, preso de un pánico incomprensible, me moví por instinto, dándole la espalda, centrándome en la contemplación de un cuadro que parecía la representación plástica de mi confusión. Cuando me volví de nuevo hacia el centro de la sala, ella había desaparecido.
La busqué con la mirada entre el escaso público que permanecía aún en la galería. Sé que si la hubiese encontrado en aquel momento la hubiese abordado. Con naturalidad. Como dos viejos amigos que se saludasen después de mucho tiempo sin verse. Pero ella ya no estaba.
Regresé a casa caminando. Dando puntapiés de impotencia al agua sucia de los charcos en las aceras solitarias. Hacía un frío infernal. Parecía que iba a nevar. El perfil de los edificios se recortaba en la altura, acompañándome en mi soledad aterida.
Antes de acostarme, cerré el libro que Flor había estado leyendo, procurando no despertarla. Apagué la luz. Ella se acurrucó instintivamente contra mí en cuanto sintió mi cuerpo en la cama, la confianza en su gesto de abandono.
Tardé mucho en dormirme. A través de la ventana, contemplé como la nieve comenzaba a caer mansamente. Estaba siendo un invierno muy duro.
A propósito, se llamaba Verónica y la quise mucho.