Estructurado en tres partes, el título de una de las cuales parafrasea a Baudelaire, Poetry is not dead se presenta como una vindicación letraherida de la poesía –género que, al decir de la poeta, “no es lo que el mundo necesita” (p. 39) y que “se hizo para llorar” (p. 18)– o, si se quiere, como un aullido ginsbergiano vertido en un solar dominado por la narrativa en el que la palabra poética experimentaría un pretendido declive o sería objeto de público menosprecio, aunque ese grito gemebundo se eleva también en diálogo más o menos ígneo frente al pleonástico y desdeñoso prosista destinatario de los ocho poemas que forman el tercer bloque del libro (“Poemas para un narrador”) y de alguno más. Quizás con la excepción de la segunda parte, “El spleende Madriz”, la más lograda y compacta, no hay unidad temática en el escueto poemario con el que Luna Miguel se hizo acreedora del premio Hermanos Argensola 2010. Sí es claramente identificable, no obstante, un tono que permea el libro entero y dota de cierta cohesión al conjunto: la autorreferencialidad (“Escribo para quienes conocen mi mentira”, p. 29) asociada a un pathos en el que se entreveran el dolor, el amor, la corporeidad, la muerte, la enfermedad y el sexo, motivos ya frecuentados por la autora en su todavía breve producción.
Poesía hegemonizada por la primera persona, en Poetry is not dead el verso libre se constituye en vehículo de la sobre-exposición del yo, una apuesta riesgosa que esquiva la caída en el exhibicionismo hipertrofiado mediante el empleo de distintos recursos que, en ocasiones, socavan el vuelo prometido en los textos. Hay una suerte de propensión preventiva en la escritura de Miguel, orientada, se diría, a no hacer concesiones al lirismo, o mejor, a imprimir sequedad, aridez y dureza a su decir brut o punk –ojo, punk de tercera generación, el matiz es importante–. Si en algunos poemas (vgr., “Poesía ortodoxa”, “Juventud”) esta estrategia funciona –debe subrayarse, por lo demás, la solvencia de la autora en la ejecución del verso corto de inflexión epigramática y aun aforística (“Tan sólo tu silencio es mi reclamo”, p. 61), así como su talento para construir imágenes con una gran economía de medios (“A mi lado alguien,/ ebrio de dolor,/ vomita/ lo breve/ de mi noche.” (“Nocturno 223, segunda parte”), pp. 35-36)–, los estilemas de tenor epatante o ambición transgresora diseminados en otros textos bordean tal vez la impostación. No parece, por otra parte, plenamente justificado el permanente recurso a la cita, o tal vez mejor, al nombre. Este recurso aparece modulado en Poetry is not dead no sólo, o no tanto, como soporte meta-poético o intertextual cuanto como una especie de ejercicio de name-dropping por momentos agobiante. En esa inacabable nómina –de Valente a Foster Wallace, de Cioran a Pizarnik, de Plath a Bolaño, de Nietzsche a Ballard, de Panero (Leopoldo María, claro) a García Valdés, de Catulo a Aleixandre y un largo etcétera, sin olvidar a la actriz porno Jenna Haze– no figura Sexton, autora a la que podría avecinarse la coloración sensual de algunos versos de Miguel y que, junto a Pizarnik, Plath y Forrest Thompson conforma un cuarteto de poetas que “levantaron la mano sobre sí mismas”, como diría Jean Améry. Referencias explícitas aparte (“Pájaros suicidas resuenan/ en mí como el miedo” (p. 51), “Recuerdo el deseo de morir,/ recuerdo el intento de cortar mi blanca/ piel/ a la altura de la muñeca”, (p. 58)), y al margen también de las heterogéneas fuentes en las que abreva la poeta –entre las que destaca, pensamos, Aleixandre–, el ascendiente arriba señalado se percibe en el pulso desgarrado, carnal y todavía autolacerante que late en algunos poemas de Poetry is not dead, precisamente los más creíbles.
Además: rabia postpolítica, digresiones generacionales, deseo y declaraciones de amor tangenciales o febriles pace Beigbeder, algún que otro poema prescindible, un muy comedido uso de bisutería pop, episódicas referencias musicales y dos buenos textos en prosa poética (“Nocturno 233, tercera parte” y “Dársena 10: poetique de la ville”) integrados en un segundo bloque que, como se ha apuntado, es el más sólido del libro. Flâneur de las periferias degradadas de la ciudad expandida, allí la poeta vuelca la expresión de un desasosiego flotante que cifra en las prostitutas y los perdedores de los polígonos desérticos de un Madrid difuso pero que recala por una u otra vía en el yo omnipresente que poetiza en clave casi solipsista. Más allá de que se le pueda reprochar algún tropiezo en la resolución del verso y en el remate –a veces premioso– del poema, en esa deriva por los márgenes urbanos y en otros poemas Miguel muestra su buen oído, su inusual madurez y su pericia para acomodar el ritmo al motivo del poema. Con excepciones puntuales (“Nocturno 223, cuarta parte” o “Garganta del hombre sonoro”), el fraseo de la autora guarda un pulcro respeto a la sintaxis canónica. No hay, pues, heterodoxia en el plano formal; es más bien en la fuerza de las imágenes, en la expresión directa y despojada de verbosidad, y en la atmósfera desolada y la rebeldía sin objeto preciso que transmiten estos poemas donde puede acaso encontrarse su marca distintiva.
Poetry is not dead, es un libro desigual pero sugestivo que contiene momentos de alta tensión poética y que tal vez –y paradójicamente– esconde a una prosista de fuste. Añadamos que el interés de este poemario trasciende su texto en un sentido muy específico. Miguel, cuyo precoz estrellato infosférico nos hace recordar el argumento ontológico de Anselmo de Canterbury –“tropecientos seguidores en su blog no pueden equivocarse”– es posiblemente la autora más visible o visibilizada de una hornada de poetas nacidos entre fines de los ochenta y los primeros noventa cuya emergente producción desmiente por enésima vez la conjetura que lanzara Adorno a mediados del siglo XX y corrobora la vitalidad de la poesía en la época de la reproductibilidad tecnológica del narcisismo, tan distinta a aquélla en la que Shelley proclamó la necesidad de implorar “la luz y el fuego de las regiones eternas” (The defence of poetry). Ecléctica e internamente heterogénea, esta novísima brat pack poética merece atención expectante antes que indulgencias celebratorias, adulaciones acríticas, paternalismos condescendientes o descalificaciones apriorísticas. Tomando en préstamo dos versos del poema que abre el libro aquí comentado (“Cave lunam”): cuidado (…) muerden. Estemos atentos, entonces.