Distorsiones se publica 84 años después de que Lovecraft escuchara la llamada de Cthulhu. Si el escritor estadounidense es el creador del “terror cósmico”, David Roas lo es del “horror cotidiano”, no en vano su libro anterior llevaba este título, Horrores cotidianos (Menoscuarto 2007). En Distorsiones Roas alterna de nuevo el cuento y el microcuento, entretejiendo el género fantástico, el gótico, el terror y ciertos aspectos del maravilloso y de la ciencia ficción e incluso del gore (entre La naranja mecánica y Tarantino). Esa mirada dirigida a lo insólito y lo extraordinario va acompañada por un fino sentido de la ironía que destaca como uno de los principales atractivos de la obra. Esta combinación entre el humor y lo fantástico aparece expuesta por Fernando Iwasaki en la contraportada al referir las fuentes del autor: Kafka, Borges, Poe, Woody Allen, Groucho Marx, Twilight Zone, la Frikipedia y el Necromicón.
José María Merino y Cristina Fernández Cubas abrieron el camino de una literatura que ha estado (¿y sigue?) marginada por la crítica y la historiografía literarias a favor del canon realista. Una literatura continuada en la obra de Ángel Olgoso, Félix Palma, Care Santos, Miguel Ángel Muñoz, Patricia Esteban, Iwasaki o Juan Jacinto Muñoz Rengel. Entre ellos, David Roas le dedica una atención particular desde la práctica y la teoría, como especialista y profesor de universidad, a la narrativa fantástica, un género que por su naturaleza debe reformularse continuamente para ofrecerle nuevas expectativas al lector.
Lo cinematográfico está presente en el libro, en referencias alusivas, en el hecho de que las escenas se recrean de modo muy visual e incluso en la composición de la narración. En general hay un trasvase de distintos tipos de discurso (música, acotaciones teatrales, recetas, texto publicitario, documento biográfico), lo cual enriquece una expresión ya trabajada en la fluidez y la precisión.
La descripción idónea de la atmósfera, los cambios en la voz del narrador y una ilación muy acertada en las acciones hacen que cada relato contenga su propio atractivo. Así, “Los caminos del Señor”, un cuento cuyo argumento se ubica en el Medio Oeste norteamericano, esconde un fondo tan aterrador como absurdo acerca de las derivas de la religiosidad enfermiza y sectaria a través de una trama perfectamente estructurada y una escritura depurada comparable al estilo de Carver.
Los títulos juegan un papel esclarecedor: la cortina que separa la primera clase y la clase turista durante un viaje en avión nos posicionaría simplemente ante un fantástico juego de espacios si no tuviera por título “Das Kapital”; en “Psicopatología de la vida cotidiana” asistimos fascinados a un visceral homenaje a nuestros deseos reprimidos de matar a la persona que nos desagrada.
Los cuentos de Roas parten de la reflexión de cuáles son los límites de lo que concebimos como “realidad”. Para ello introduce un elemento distorsionante; y en el resultado es interesante la pluralidad de perspectivas con que muestra las historias: el desdoblamiento para alcanzar el placer sexual (“El precio del placer”) o el pequeño efecto del ruido misterioso acompañado de la duda razonable de los supersticiosos para hacer un guiño a la crítica de la subalternidad (“La conjura de los brujos (multiculturalismo poscolonial)”). A veces el elemento perturbante consiste en plantear la otra cara de la moneda, esto es: una versión distinta de nuestra realidad. Como en “Usos y abusos del comunismo (La tienda en casa)”, donde el autor se mofa del síndrome capitalista más de moda que es el consumismo, pero en una sociedad comunista; o en “Volver a casa”, donde cabe pensar en qué modo habría cambiado la Historia del hombre si en el primer viaje a la Luna uno de los astronautas hubiera tomado una decisión diferente al respecto del orden de los acontecimientos.
Entre los personajes deambulan el español de la siesta del sábado sobremesa y el de todos conocido predicador trajeado testigo de Jehová, la vecina del piso de arriba, el ex compañero de universidad, la cajera del Caprabo, el paquistaní que vende güoter a los viandantes, el inmigrante negro que reparte flyers en la salida del Metro Sagrada Familia o el pringao, Ulises Pérez García. Es por esa cercanía con lo costumbrista que cuando uno lee estos cuentos imagina que lo insólito puede ocurrir a pie de calle; además, la otra experiencia es, como digo, pensar en los límites de la realidad, observada desde un ángulo insospechado que revela zonas oscuras u ocultas que nos causan inquietud y para las que no tenemos explicación. Pongo el ejemplo de “La casa ciega”, donde un profesor de universidad (¿doble ficcional de Roas?) observa desde el tren una casa en el bosque que carece de ventanas y puertas. Aunque el profesor no desvela el misterio, la sola idea nos causa escalofrío. Otros personajes como el zombi, el fantasma o el vampiro, con los que ya estamos familiarizados, protagonizarán escenas más bien sarcásticas en un espacio cotidiano.
Incursionando en la autoficción hallamos “Idiosincrasia (Interludio autoficcional)”, en que el maestro de un pequeño David Roas de 1973 se preocupa por el aislamiento del niño respecto a sus compañeros de clase. En efecto, la vida se mezcla con la literatura cuando vemos al mismo Roas protagonista de “Sympathy for the devil”. Parafraseando a Baudelaire (“exista o no, el demonio está haciendo hoy todo lo posible para que crea en él”), el autor-narrador-personaje recrea un desternillante encuentro con Juan Gómez, auténtico “Sobrino del diablo”), que inspira la historia en la que se sostiene el propio relato. El lector puede dejarse llevar por la ironía creativa y preguntarse ¿pero, será verdad? Ahí queda la ambigüedad, pues, al fin y al cabo, según la cita de Ballard en uno de los cuentos, “El hecho de que algo haya ocurrido no es prueba válida de su existencia”. Y volvemos a la cuestión de ¿qué es la realidad?: sabemos que lo visible es sólo una parte de ella, pero léanse “Duplicados” para aclararse las ideas. En este cuento el experimento mental de Schrödinger, quien aplicó las teorías de la física cuántica para presentar a un gato en una situación en que había el 50% de probabilidades de que el animal estuviera vivo o muerto (busque el lector “gato de Schrödinger” en Google), deriva hacia otro experimento ficcional, el del multiverso.
Éstas son las historias y el mundo que recrea David Roas en Distorsiones con un estilo personal y una técnica bien curtida en los recursos de la narración breve. Un mundo bajo el signo de la globalización y las diferencias económicas y culturales, el flujo urbano, la pluralidad de discursos, el idealismo de la imagen, el reciclaje, el móvil, la omnipresencia de los medios de comunicación, el ciberespacio y la tecnología digital… un mundo regido por la “fluidez” de nuestra cotidianidad donde todo hecho serio y trágico puede también tener su contrapunto irónico y absurdo: esta dualidad fomenta lo grotesco y lo siniestro, clave referencial para construir una mitología fantástica de la realidad (pos)moderna.
“En este lugar puede decirse cualquier cosa y será cierta y habrá que creérsela”, reza una cita de Flann O’Brien en la primera página de Distorsiones. Léanlo.