Sólo en las pesadillas podemos ver el rostro de nuestro asesino y seguir viviendo.
Levanta la cámara digital a la altura de su cara y al activar el botón de power aparece la imagen lejana de las tres personas a las que se dispone a hacer la foto. En la pantalla cuadrada las figuras de su hija, su mujer y su suegra, según la noticia, ensayan una sonrisa acogedora, tierna, sin excesos ni estridencias, formando una improvisada estructura piramidal, una simetría casi perfecta en el escaso espacio que queda entre la pared grafiteada y el coche aparcado en el callejón. Los colores vivos de sus atuendos destacan tanto que todo lo que queda tras ellas es poco más que un fondo apagado, un decorado que no tiene ninguna importancia. Corrige el enfoque, aprieta el ojo contrario para precisar el objetivo. Todavía las figuras no están del todo bien encajadas en el marco ni tienen la dimensión más adecuada. Son las tres mujeres que conviven con él y los cuatro han salido a la calle, a la misma puerta de su casa, después de cenar juntos el día de nochevieja y brindar por el año que empieza. Es la costumbre del lugar recibir en la calle el nuevo año viendo el despliegue de fuegos artificiales. Acerca otra vez el ojo derecho al visor mientras con el dedo activa el botón del zoom hasta conseguir el encuadramiento deseado. La sonrisa de las tres mujeres permanece igual de serena mientras esperan que el destello del flash de la cámara las eternice. A escasos metros de donde están pasan grupos de jóvenes celebrando con cánticos, bailes y consignas de esperanza la llegada del nuevo año, el sonido de la felicidad colectiva que se mezcla con las bocinas de los vehículos y el estallido de los petardos que iluminan el cielo. El cerebro ya ha dado la orden a su dedo índice para que apriete el disparador cuando se da cuenta.
Todo ocurre muy deprisa. Detrás de las tres mujeres que siguen posando sin moverse para evitar que cualquier corrección de última hora pudiera estropear la instantánea hay dos figuras extrañas, dos intrusos que antes no estaban. En un primer momento debe pensar que son dos jóvenes temporalmente escindidos de alguno de los grupos que pasan más allá del callejón, que al ver que alguien está haciendo una foto se han acercado y han querido hacerse los graciosos, aparecer también ellos antes de volver a incorporarse a su grupo para seguir la fiesta, antes de volver a cantar y a bailar con sus amigos que han seguido hacia adelante, felicitando el nuevo año a todos los que se cruzan con ellos. Se fija en el que hay más a la derecha, un adolescente en actitud tensa que parece esperar que algo pase con la espalda pegada a la pared, como queriéndose marchar de allí pero queriendo quedarse al mismo tiempo. El cómplice. A través del visor de la cámara, su mirada le lleva hacia el otro y es entonces cuando llega a ver por un instante el rostro de su asesino y no es ninguna pesadilla, cuando sin saberlo está fotografiando a su propia muerte. Ve la gorra azul que lleva en la cabeza con la visera puesta del revés, los ojos que le miran fijamente, el cuerpo apoyado en el lateral del coche para mantener más equilibrada la posición de tiro, las manos abrazando la pistola que le apunta, el dedo en el gatillo, el fogonazo blanco cuando la bala sale disparada.
Una fotografía es como un cuento narrado en primera persona. Un cuento que se empieza a escribir teniendo muy clara la historia en la cabeza.
El tipo fue detenido unos días más tarde gracias a la fotografía, según la noticia. La tarjeta la sacó una de las tres mujeres de la cámara que había quedado en el suelo, ensangrentada y rota por el golpe de la caída y la entregó a la policía. La gorra azul que llevaba puesta la noche del asesinato era la misma que tenía en la cabeza cuando lo sorprendieron los agentes. Luego no fue difícil contrastar que se trataba de la misma cara. Como uno de esos duelos que los dos contendientes se disparan a la vez cuando se da la señal bajando el pañuelo, él fue alcanzado y abatido primero, pero antes de morir también logró alcanzar al otro con su disparo. Es sólo en las pesadillas que podemos ver el rostro de nuestro asesino y seguir viviendo.