Vivo en un mundo feliz. A pesar de que siempre hay quienes se quejan, lo hacen más por el inconformismo innato al hombre que porque tengan motivos reales para ello. El hombre es lobo para el hombre y sólo alguien por encima de él puede velar por su salud física y espiritual. Sólo el Estado sabe lo que nos conviene.
Han sido muchos años de tesón gubernamental hasta que han conseguido que los ciudadanos, siempre proclives a la autodestrucción, hayamos sido convencidos de que el Gobierno es quien debe decidir qué debemos hacer y qué no.
Al principio, la irresponsable resistencia fue muy dura: la amenaza terrorista empujo a los gobiernos a trucar libertad por seguridad. Mucha gente protestó por aquella pérdida de libertad, pero, como decían los próceres más visionarios: ¿Para qué tanta libertad? ¿Acaso no tropieza siempre la de uno con la de los demás? Esperemos que no tarde mucho el Gobierno en instalarnos el chip anti-terrorista a cada uno. Así, existirá una grabación de todos nuestros movimientos, conversaciones y acciones que podrán demostrar fehacientemente nuestra condición de ciudadanos responsables.
Luego vino la tutela de nuestra salud. Aquí la ciudadanía no se mostró tan soliviantada y, ¡gracias a Dios!, el Estado pudo aplicarla a un ritmo acelerado. Aún recuerdo las tímidas protestas cuando, para defendernos del pernicioso efecto del tabaco, se establecieron separaciones en los bares y restaurantes y se prohibió fumar en hospitales, colegios, escaleras y ascensores. Los pérfidos y drogados fumadores se lo saltaban en cuanto podían. Más tarde, en el 2011, cuando ya se prohibió fumar en todo lugar público, la ciudadanía ya estaba más receptiva a la tutela estatal y apenas hubo que usar durante unos pocos meses la delación y las sanciones más duras a los recalcitrantes que se resistían a ceder al Estado el gobierno de nuestra salud. Hubo, eso sí, algún pequeño daño colateral, como en toda gran empresa. No tenía sentido que el Estado subvencionara las plantaciones de tabaco, así que, pocos años después se eliminaron, con el inconveniente de que las plantaciones dejaron de ser rentables y los productores abandonaron sus campos, los cuales quedaron yermos y, en poco tiempo, desérticos. Igual sucedió con el vino, y las subvenciones a los viñedos, a las endrinas, la ginebra y demás alcoholes. Nuestros hígados se mostraron agradecidos y enjutaron su aspecto. Las débiles ánimas que necesitaban de la evasión de la realidad pasaron directamente a los fármacos, mucho más sanos y mejor regulados por las recetas que suministraban los funcionarios médicos. Las comidas rápidas, siguieron en rápida cadencia. Pudiendo alimentar al pueblo más equilibradamente a base de pastillas con los componentes más adecuados, no tenía sentido gastar las energías del pueblo en trabajar el campo.
En seguida, el pueblo entusiasta, apeló a la evidente peligrosidad pulmonar de los tubos de escape de los coches y las fábricas industriales y sus terribles efectos, aún peores que el tabaco para los fumadores pasivos y activos. El Estado tardó un poco en decirse a protegernos de la toxicidad del anhídrido carbónico y las partículas químicas en suspensión producidas por la industria, pero lo hizo. La feliz población volvió a una época sin prisas y, una vez asumida la falta de productos, al consumo moderado de las riquezas naturales. Se tardó un poco en calmar a los quince millones de trabajadores que perdieron su modo de vida y algo más en evitar las hambrunas de los primeros años, pero hoy vivimos con un aire mucho más sano. Además, se pudieron aprovechar las innumerables cámaras que vigilaban el tráfico para, girándolas unos grados, controlar que dentro de las casas no hubiera violencia doméstica ni actividades reaccionarias. ¡E, indirectamente, se consiguió que los hospitales también desaparecieran! Los pobres de espíritu que habían sustituido la droga de la nicotina y el alcohol por los antidepresivos y euforizantes pasaron una mala época, pero la necesidad de supervivencia resolvió con rapidez el síndrome de abstinencia. Gracias a la desaparición de la producción industrial de medicamentos, los hombres ya no vivimos más de lo que la naturaleza desea y, fruto del acortamiento de la esperanza –mal llamada así- vida, consumimos menos recursos, con lo que la salud del planeta está asegurada. Como la perfección es imposible, el Estado tuvo que autorizar las industrias básicas que permiten al Gobierno tener controladas a las personas, a fin de evitar el abuso de los elementos más reaccionarios que se oponen a tan fructíferas medidas.
Y, por fin, vivimos en un mundo feliz, donde no os tenéis que preocupar más que de hacer lo que desde el Gobierno os decimos, ya que sabemos lo que os conviene. Sólo habéis de buscar alimento y evitar moriros de frío.