He escupido tres veces en la misma esquina de Lisboa.
La primera fue a los siete años, después de caer y arrancarme un diente podrido; la segunda poco antes de matar a un hombre, la tercera cuando corría a embarcarme para Francia y tropecé rompiéndome el diente que me creció a los siete años.
La tragedia tiene unas fronteras difusas que resbalan hacia el suelo.
He hecho tres marcas en aquella esquina: con un diente podrido, con el canto de una moneda y con la punta de un cuchillo.
En el aniversario de la muerte de mi madre iba yo a tomar unos vasos de vino pero al llegar a la esquina me acordé de la mala suerte que tuve a los siete años y metí la mano en el bolsillo para apretar fuerte el puño y entonces descubrí un agujero por donde acababa de perder mi dinero. Una moneda había quedado atrapada en un pliegue del bolsillo, es cierto, pero no era bastante para beber con soltura en una fecha como aquella. La tiré y le escupí encima por desprecio. Cara o cruz, la mala suerte brilla en el aire. Escuché pasos a mi espalda. El crimen tiene disculpa si se trata de que la tragedia ocupe todos los rincones. Cuestión de estética. Aquel hombre del sombrero parecía un tranvía lleno de pasajeros. Eso es lo que me pareció a mí, una imagen sin sentido pero posiblemente se me ocurrió pensarlo sólo por las ganas que tenía de subirme encima y abrirme paso hasta el fondo de su pecho con un cuchillo. Me conformé con su espalda, nunca he sido un valiente. Después en la taberna invité a todo el mundo, acaso para verme rodeado y que entre todos me escondiesen. No me quedó dinero para una mujer y tuve que aliviarme de pie con la esposa del tabernero, entre las barricas y el urinario de atrás, porque aquella noche con tanto gasto a ella le parecí una persona importante, mucho más importante que su marido. Al salir evité el callejón del crimen y eso bastó para borrar mis huellas.
A los tres días, valiéndome de la coartada de una palangana rota que arreglaba un hojalatero de la misma calle, volví a pasar por la esquina. Me di cuenta que cuando me caí con siete años había quedado tendido en el suelo ocupando la posición que tendría el cadáver. Es cierto, en el mismo lugar había tropezado de niño y al incorporarme me sangraba la boca por el golpe y con la punta de la lengua me arranqué un diente desgajado de la encía. La raíz estaba podrida. Escupí en la pared porque aún con siete años me pareció que marcaba territorio con mi sangre y aunque tuve ganas de orinar eso ya lo hice al volver la esquina porque no quise que nada diluyese mi tragedia.
Ya digo que a los tres días del crimen con una palangana bajo el brazo volví a pasar por la esquina y con una moneda grabé una cruz en la pared. Antonio Da Silva, contable de una importadora de paraguas y padre de cinco hijos mulatos por estar casado con una negra angoleña. Yo guardaba en el bolsillo la foto que de él habían publicado los periódicos. Un hombre simpático teniendo en cuenta que lo impreso era el retrato de su boda y a aquella mujer le sentaba ridículo el sombrero. Grabé una cruz en la pared porque al clavarle el cuchillo dijo algo que no entendí, sus últimas palabras quedaron tiradas por el suelo. Un charco de sangre ahogó el significado de su vida y pensé que una cruz justifica y da sentido a todos los fracasos
La cruz la encontraría años después cuando volví a pasar por la calle corriendo para embarcar rumbo a Francia. Siempre había evitado aquella esquina tan afilada, pero llegaba tarde y no me di cuenta que la desgracia me atraía por atajos entre los callejones para despedirse de mí en aquel sitio con una patada en el culo. En ese lugar había tropezado la primera vez con siete años cuando alguien me dijo que bajase deprisa al puerto porque la Torre de Belem estaba hundiéndose. Los adoquines son mentiras que te arrojan a la cabeza cuando caes. Me gusta esa frase aunque carezca de sentido, máxime por la paradoja de que aquella primera vez que caí era yo quien llevaba la mentira en la cabeza. Lo común es perder el conocimiento, pero yo perdí un diente. El conocimiento lo gane al desconfiar en lo sucesivo de la gente. Creo que el rencor hacia aquella esquina favoreció que por despecho matase años después a aquel hombre que se acercaba por el centro de la calle con sombrero bombín de corte ridículo, como si se riera de mi desgracia por las monedas que había perdido.
Pero aquella tercera vez corría para embarcarme rumbo a Francia porque me había alistado. Me sentaba bien el uniforme. Teníamos permiso desde el día anterior pero llegaba tarde porque María me entretuvo con un juego de lágrimas y confesiones. Nunca fuimos perfectos amantes, pero ella acababa de decirme que me dejaba porque ya no me tenía miedo. Quise entender que me dejaba porque ya no me quería. Le pedí un vaso de leche para pensar. Me senté en la cama. No había mesa ni sillas en la habitación, aunque sí un pequeño hornillo junto a la ventana. Calentó la leche mientras yo aplastaba con el pie desnudo una cucaracha que había salido de debajo de la cama. Mantuve el pie para chafarla muy despacio, intentando que no crujiera al morir. Advertí que algo grave me estaba pasando, tan grave como para no querer pensar en ello y a cambio haberme concentrado en aplastar a una cucaracha. Entonces me acordé que María había dicho que me dejaba porque ya no me tenía miedo. No me atreví a pedirle explicaciones porque no tenía ganas de plantarle cara. Me hubiera gustado entender lo que dijo al morir el hombre que maté años antes pero no fue posible y eso hizo que desde entonces me conformase con lo inexplicable. María me dio la leche en un cuenco de barro y mientras me la bebía a sorbos lentos, ella se puso a orinar al otro lado de la cama. Tapó el orinal con una tapa de madera, yo levanté el pie del suelo. Era tarde, me puse las botas y me fui corriendo como si fuese la cucaracha la que moviese las patas suspendiéndome en el aire.
María me dijo que no me temía y yo, que le había preparado una fotografía como recuerdo al despedirme, me vi patético de soldado junto aquella columna rematada por un jarrón con flores. A pesar de todo aún me quedaba el orgullo de haber matado a un hombre años atrás. Me sentía capaz de cumplir con mis obligaciones en Francia y por eso no dudé en alistarme. Me convencieron con el argumento de que la guerra lo cambiaría todo si la perdíamos y que la Torre de Belem corría peligro de hundirse. Teniendo como único oficio el de mozo de cuerda en Santa Justa, no me hubiera supuesto ningún perjuicio la derrota, pero yo era un hombre orgulloso.
Al salir del dormitorio no le dije nada a María porque reservaba mi furia para los alemanes. Ella no supo si la quería porque no me lo preguntó nunca durante aquellos años que vivimos juntos. Era tarde, salí corriendo y después tropecé al pasar por la esquina. Al caer perdí un diente, precisamente el que creció a los siete años por el que me cayó en el mismo lugar. Escupí sobre la vieja cruz de la pared porque un soldado no puede mostrar arrepentimiento. Aún me río cuando me acuerdo del sombrero que llevaba la mujer angoleña en su retrato de boda. Saqué la bayoneta de su funda y marque una línea a un palmo por encima de la cruz, a la altura de mis ojos para demostrar que el horizonte sería mío a partir de ese momento. Después seguí mi camino más despacio, mirando bien dónde pisaba. María quedaba atrás, igual que el puerto de Lisboa y, al pasar, la Torre de Belem.
Estoy tranquilo aquí en la guerra porque mi vida la imagino tropezando constantemente en aquella esquina, me obsesiona en todos sus detalles. En Francia, tan lejos, estoy a salvo.