Cuando ya has acumulado años a la espalda no es difícil hacer un cálculo rápido del tiempo. Así, a bote pronto, han pasado treinta años. Por aquel entonces tenías ocho. Probablemente sería domingo, como hoy. Invierno también, una tarde heladora como ésta. Recuerdas, casi a la perfección, que ese día apilaste junto a tu hermana un montón de objetos que para vosotras tenían un valor incalculable: muñecas que habían despertado tu ternura y tu miedo; los primeros cuentos atesorados con avidez; balanzas en las que pesar un tiempo que nunca era suficiente y, por último, un viejo reloj de madera donde residían el presente y el pasado; el futuro no, el futuro era una palabra sin contenido aún, sin interés; bueno, cosas así… cosas sin importancia a las que había llegado el momento de renunciar. Era el precio a pagar por aceptar que habías crecido, que ya no eras una niña, que podías prescindir de los viejos juegos para internarte en el mundo adulto en el que ansiabas ingresar.
Vuestros padres os preguntaron: “¿eso es todo?”. Y las dos asentisteis, ante la pila de juguetes, aparentando un orgullo que lejos de sentir se os agolpaba en la garganta imposibilitando las palabras. Intentabais convencerles y convenceros de que había llegado el momento de renunciar a todo. A todo lo que era todo en aquel tiempo, se entiende.
Sin ser demasiado conscientes de ello, pactabais en ese instante que así -de ese modo y en ese momento- terminaba vuestra infancia.
Metieron los juguetes en cajas de cartón, cuidadosamente etiquetadas; las sellaron, haciendo que a los juegos los engullera la oscuridad. Sólo había algo que no hacía aquello insoportable: la promesa de que los juguetes iban al camarote, donde ya no estorbaban y, con ello, la promesa también de que en otro tiempo volveríais a recuperarlos.
Hoy, treinta años después, has visto con asombro cómo tus padres bajaban las cajas del camarote. Algo en ti te ha hecho pensar: “bien, ha llegado el momento”. Y esa sensación ha justificado la espera, la dolorosa espera de todos estos años en que –lo sabes ahora- habías conseguido olvidarte de ellos. ¿Cómo has podido ser tan inconsciente de crecer así, sin recordar que había algo esperando ser recuperado?
Las cajas han acumulado el polvo de los años, pero son las mismas y crees –en tu inocencia recuperada- que contienen lo mismo y que tú también contienes lo mismo. Te late el pulso a una velocidad que te asusta, sientes impaciencia y una alegría que es lo más parecido a la felicidad que has sentido en mucho tiempo.
Cuando abres las cajas, sientes el horror. El espectáculo que se presenta es aterrador, insoportable. Tu madre empieza a sacar una por una las muñecas, esperpénticas, despeinadas, mutiladas, pálidas, muertas a consecuencia de la tortura a la que han sido sometidas por el olvido. Te cuesta creerlo. Eran hermosas, limpiaste sus caritas y estaban recién peinadas cuando las introdujiste allí con la esperanza de que su descanso fuera breve y su sueño reparador. No puedes mantener la mirada por más tiempo. Y así te sucede con todo lo que empieza a salir de las cajas, convertidas en chisteras macabras de un tiempo que ha devorado sin piedad también el color de las ilustraciones y el perfil de las palabras de esos cuentos con los que aprendiste a leer; y a soñar.
Miras, sin poder ni querer evitarlo, cómo tu madre trasvasa las cosas directamente de las cajas a las bolsas de basura, en un gesto que no implica casi nada o, como mucho, la constatación de un hecho cuyas consecuencias no eres capaz de procesar. Estás apabullada. Tu madre te mira y cae en la cuenta de que el ritual merece, por lo menos, una pregunta: “Total… Esto no sirve para nada, ¿no?”, dice, como pidiéndote permiso, pero consciente de que no hay ni habrá respuesta.
No dices ni sí ni no. No puedes. Miras la balanza, inclinada por el peso del abandono. Pasas tus dedos por las cubiertas de los cuentos y recuperas la mirada de entonces. Dura un segundo pero en él están contenidas todas las aristas desde donde calibrar la espera. Y piensas, rápidamente, antes de que se lleven las bolsas, que en algo has fallado. O fallaste entonces o fallas ahora, pero algo ha fallado y lo sabes. Lo peor es que no puedes hacer nada, no puedes ni siquiera medir la espera para justificarla, rechazarla o adaptarte a su compás.
Miras, impotente, cómo hacen los nudos en la bolsa, internando tus juegos, tu infancia, en la más absoluta oscuridad, esta vez para siempre. Miras y no haces nada.
Ahora permaneces despierta, esperando que el camión de la basura pase a recoger tus cosas y se las lleve, alejándose, como todo, por la misma cuesta por donde se deslizó tu infancia.