Hoy estás en el invierno de tu vida. O quizás en el otoño. Olfateas los alrededores de la muerte y las noches son trabajosas. La tierra huele a azufre y la lucha está perdida. Sabes que tu vida es mucho más que hoy y ahora, más que la luz saturada de grises, que el espacio especulativo de un sueño agitado. Como un artista del equilibrio, atraviesas el abismo caminando sobre un fino alambre. En tu maleta hay demasiada vida profesional, mucha vida social, ilusiones rotas, catas ciegas. La maleta con la bata y el pijama está preparada a pie de cama, por si acaso. Piensas. En tu mundo la religión, incluso si eres ateo, ocupa su espacio. Y tú estás expuesto. ¿A Dios? Sólo si así lo deseas. A la muerte, siempre. A la lucidez, de tanto en tanto.
Julian Barnes es uno de mis escritores vivos favoritos. Es culto, ameno, está informado y divaga de un modo cabal y analítico. Sus chispeantes circunloquios me conducen a lugares inhóspitos y a la vez fascinantes; entornos a los que quizás llegaría por propio pie, sin tener que ser conducida por este dandy de verbo elaborado y citas que brotan de su pluma de un modo casi espontáneo. Pero me gusta asomarme al abismo al estilo Barnes, y comprobar como el “yo”, como medida de todas las cosas, pierde importancia.
Podría decir que “Nada que temer” es un libro que trata sobre la religión y la filosofía como fuentes de consuelo frente a la muerte, sobre la memoria genética y la conciencia evolutiva, sobre el mito de la felicidad y los cuidados paliativos en occidente, o sobre la bocaza abierta con que nos enfrentamos al vacío. Salpimentado todo ello de anécdotas familiares y chismes sobre diversos personajes de la música, el arte y la literatura. Pero prefiero resumir diciendo que es un gran libro al que vuelvo una y otra vez, y no necesariamente cuando atravieso el otoño-invierno. No cuando la arena me quema los pies y anhelo el espejismo.
Si el libro o el autor no te emocionan pero el tema te interesa, recuerda que, llegado el momento, no eres sólo la hormiga aplastada que te devuelve el espejo a día de hoy, sino el dueño de todo el tiempo – aprovechado, malgastado o exprimido- que te ha sido concedido. De aquella tarde de sol de agosto en que tu abuela te tendió una rebanada de pan con nata. Recuerda que eres el idiota que bailó borracho hasta el amanecer del día de su boda. La mujer temblorosa que multiplicó la vida en cada uno de sus partos. La niña que estudió solfeo pero nunca quiso tocar el piano. El soldado de Tianamen. La melliza rubia que se columpiaba en la rama de un castaño, y también la morena, la que devoraba fresas recién arrancadas de la mata. Todo eso has sido tú, y también esa vida que en ocasiones te parece ajena. No los 45 años de hoy, desarticulados y nublados por el Prozac, sino cada día de ellos, con sus sombras y sus luces, sus verdades a medias y sus gloriosas fantasías a la carta.