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ISSN 1989-4163

NUMERO 20 - FEBRERO 2011

Philip K. Dick: Paranoia al por Mayor

David Torres

Es cuando menos curioso que las biografías de algunos grandes maestros de la ciencia-ficción resulten más extrañas aun que la más extraña de sus novelas. J. G. Ballard asistió de niño a la invasión de Shanghai, sobrevivió a un campo de prisioneros japonés y vio el halo de la bomba de Hiroshima. Stanislaw Lem se libró por los pelos de los hornos de Belzec y luego se pasó el resto de su vida burlando la dictadura comunista con fábulas de robots. Pero ninguna biografía más enloquecida e inverosímil que la de Philip K. Dick, el último escritor maldito, el hombre que vivió varias vidas en una, el novelista que descubrió que era un teólogo que era un profeta.

Desde su nacimiento, la existencia de Dick está marcada por la sospecha, la anormalidad, la duplicación y la locura. Nacido en diciembre de 1928 en Chicago, en un parto prematuro y difícil, su hermana melliza Jane no tardó en morir por desnutrición. Su padre la enterró en un cementerio de Fort Morgan, Colorado, y a su lado dejó un hueco para Philip. En la lápida estaba grabada su fecha de nacimiento junto a un guión y un espacio en blanco. La idea atroz de un gemelo fantasma y la atracción gravitatoria de la tumba alimentarían muchas de las pesadillas de sus libros posteriores: el mundo en descomposición visto a través de los ojos de un niño autista en Tiempo de Marte, el horripilante moratorio entre la vida y la muerte en Ubik.

Dos años más tarde sus padres se divorciaron y Dick se quedó con su madre, de quien aprendió sus primeras lecciones de literatura, de soledad y de hipocondría. Desde muy joven sufrió ataques de asma y agorafobia y empezó a acumular un verdadero arsenal de medicamentos. A la edad en que otros niños aún van en bicicleta, Dick ya era una verdadera enciclopedia en neurosis. Jugaba a someter a sus amigos a complejos tests de personalidad como más tarde jugaría a confundir a los psiquiatras con un variado repertorio de síntomas y conseguir incrementar su colección de pastillas.

De niño tuvo un sueño en el que buscaba entre una enorme pila de revistas una cuyo título era “El imperio nunca dejó de existir” y cuya lectura le revelaría el verdadero secreto del mundo. Lo soñó muchas veces mientras la pila disminuía pero el sueño cesó antes de que alcanzara a leerla. Se trasladó a Berkeley, epicentro de la contracultura, donde estudió alemán y entró en contacto con poetas y escritores. A los veinte años consiguió un empleo como dependiente en una tienda de discos de música clásica, su mayor afición aparte de la literatura. Se casó con una joven clienta a la que convenció para comprar un lote de sus discos preferidos pero el matrimonio resultó un desastre y Dick esperó a comprobar que su siguiente esposa, Kleo, compartía los mismos gustos musicales que él. Kleo era dulce y cariñosa, quizá por eso mismo pronto la abandonó por una guapa vecina, Anne, que lo maltrataba a diario y que sirvió de modelo para varias de sus protagonistas sádicas y manipuladoras. Anne intentó convencerlo de que la ciencia-ficción era basura y que tenía que escribir libros serios, un empeño que le costó miles de páginas y ocho novelas fallidas.

Aún casado con Kleo, tuvo el primer atisbo de que el universo podía ser una falsificación: entró al cuarto de baño convencido de que el cordón de la lámpara estaba a la derecha. Tardó un minuto en hallar el interruptor que se encontraba a la izquierda. Cualquiera hubiese pasado por alto ese desliz pero Dick interpretó que realmente había una falla en la trama de la realidad, que un poder secreto manejaba el mundo. Un día confesó a sus amigos que había en marcha una conspiración neonazi contra él; otro día les susurró que el FBI lo vigilaba de cerca. Las risas cesaron cuando una tarde se presentaron dos agentes a su casa y le preguntaron por las simpatías comunistas de su mujer; Dick no dejó de bromear y acabó haciéndose amigo de uno de ellos.

En 1963, cuando el matrimonio con Anne estaba a punto de hacerse pedazos, Dick se encerró a escribir en una cabaña y dio a luz varias novelas en rápida sucesión, entre ellas, El hombre en el castillo, una ucronía donde el Eje ha ganado la guerra, que le valdría el premio Hugo; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, donde se pregunta qué significa ser humano; y Los tres estigmas de Palmer Eldritch, su primer acercamiento oblicuo al catolicismo, la religión que acabaría abrazando poco después. En 1966 se casó con Nancy, que lo abandonaría al poco tiempo, harta de sus chifladuras, sus teorías conspirativas y sus interminables discusiones teológicas. Para regocijo de sus amigos, Dick sostenía con alambicados argumentos que Nixon, en realidad, escondía un agente comunista, probablemente un robot. Las risas volvieron a helarse cuando salió a la luz el escándalo del Watergate y se supo que Nixon era tan paranoico como para grabar sus propias conversaciones.

Un robo cometido en su casa lo tuvo entretenido varios años hasta que en 1972 surgió la conspiración definitiva: Dick abrió la puerta a una empleada de la farmacia, vio que ella llevaba una pequeña joya en forma de pez y de repente supo la verdad. Estaban en el año 70 d. C., bajo el poder del Imperio Romano, el imperio que nunca dejó de existir. Toda la historia del mundo no era más que una superchería destinada a ocultar a los cristianos que aún vivían bajo el yugo imperial, en las catacumbas de Roma, como los prisioneros en la caverna platónica.

Poco a poco, llegaban los reconocimientos. El gran escritor polaco Stanislaw Lem escribió un artículo, Un visionario entre charlatanes, donde lo exaltaba como el mayor artífice de la ciencia-ficción estadounidense. Lo invitó a ir a Polonia pero Dick, paranoico consumado, pensó que querían raptarlo y hacerle un lavado de cerebro. En su famoso discurso en Metz, en 1977, cuando por fin iban a agasajarlo como correspondía, Dick provocó un escándalo mayúsculo al revelar que dentro de él vivía un cristiano llamado Tomás, contemporáneo de San Pablo. Nunca estuvo seguro de si las palabras que oía dentro de su cabeza eran la voz de Dios o pura esquizofrenia: un día la voz le dijo que su hijo Christopher tenía un estrangulamiento de una hernia inguinal, acudió al hospital, operaron al bebé de urgencias y le salvaron la vida.

Su última esposa, Joan Simpson, una joven admiradora, le dio lo más parecido a la paz que había conocido nunca. Aun así, tampoco pudo aguantarlo hasta el final. Philip K. Dick murió justo antes de que el estreno mundial de Blade Runner lo convirtiera en el profeta de los nuevos tiempos. Con 54 años de retraso, su anciano padre al fin pudo cerrar la fecha y enterrarlo junto a su hermana melliza.

 

 

 

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