Arenas calientes, monolitos de piedra y el sol abrasador. La caravana atraviesa el desierto en silencio.
Por fin, la noche llega, y con ella una fresca brisa y el descanso. Enseguida suenan tambores, cascabeles, violines, una atmósfera de sonidos intemporales que incita al movimiento, a la agitación -antes imposible-, al baile.
Las mujeres danzan y los hombres beben. Alguno de ellos, por fin, se decide y bailan, con algo de femenino en sus movimientos. Los músicos tocan ajenos a la danza. Parece que el tiempo se ha detenido. Los caminantes ya no beben, ni comen, ni descansan: todos se han lanzado a bailar, frenéticamente, sin
¡Bobadas! Lo que ocurre en verdad al llegar la noche es que los caravaneros descargan generadores a gas-oil, los ponen en marcha y conectan televisores, radios, reproductores de CD. En pocos minutos, la algarabía es tal que no oyen llegar a los helicópteros Apache del ejército israelí, que en menos de un minuto arrasan el lugar y se largan felices en busca de un nuevo objetivo.
Sorprendentemente, algunos aparatos siguen funcionando y las canciones se mezclan con los estertores de la agonía de los que no han tenido la suerte de morir durante el ataque.