En el año 1957, cinco historietistas de la editorial Bruguera —Carlos Conti, Guillermo Cifré, Josep Escobar, Eugenio Giner y José Peñarroya— emprendieron la aventura de fundar su propia revista de cómic. La llamaron Tío Vivo. Eran autores de personajes muy populares y muy queridos, como Tribulete, Carpanta, Zipi y Zape, las hermanas Gilda, el inspector Dan, don Pío... cuyos derechos pertenecían a Bruguera. En aquel momento, los historietistas trabajaban a tanto la página, renunciaban a sus posteriores derechos de autor, y asumían una cantidad de trabajo ingente a cambio de un sueldo digno. Eran creadores en plantilla, necesarios para mantener una producción de decenas de cabeceras.
Para fundar su propia revista, los autores renunciaron a todo, incluidos sus propios personajes. Acuñaron otros nuevos y Tío Vivo salió en 1958, aunque con escaso éxito. No sólo porque el público lector no conocía a los nuevos personajes y adoraba a los antiguos, también porque la poderosa Bruguera hizo lo posible por evitar que el proyecto —competencia directa de su popular Pulgarcito— le arrebatara cuota de mercado. Al fin, todo quedó en un hermoso sueño hecho realidad y truncado casi en sus inicios. La mayoría de los autores regresó a Bruguera y continuó con sus personajes de siempre. Y no faltó quien comenzó a trabajar para mercados extranjeros.
Paco Roca (Valencia, 1969) ha rescatado esta historia, prácticamente desconocida, para volverla materia prima de este cómic. Está escrito en clave de homenaje a los autores con los que creció y también como gran proclamación de amor al género. No hay ficción en sus páginas, a diferencia de lo que ocurría en los anteriores trabajos del autor, que en algunos casos, como en Las calles de arena, rebosaban imaginación. Aquí ocurre todo lo contrario: detectamos una cuidadosa documentación, un afán minucioso por reproducir los escenarios, los protagonistas y el ambiente de la ciudad de Barcelona a finales de los años 50. De algún modo, es como si se tratara de un cómic documental, en el que el dibujo detallado y de aires nostálgicos de Roca enfatiza el carácter histórico de la peripecia, que acaba por sembrar en el lector esa tristeza de lo irremediable y verdadero.
Si Roca fuera director de teatro, sería un buen director de actores, de esos que en todo momento están preocupados por la emoción que transmiten los personajes. Sólo de ese interés puede salir un álbum como Arrugas, uno de los más delicados e inusuales que he leído nunca. En este caso, aflora también este afán por mostrar no sólo el rostro de los personajes, sino su alma. Demostrado queda, a estas alturas, que la delicadeza es una de las marcas de la casa Roca y esta historia es un buen lugar para dejar que aflore, contenida, bien calibrada y omnipresente. La historia de los cinco dibujantes llega a emocionarnos, claro está, por lo que tiene de sueño imposible, y de historia vivida pero el autor logra también ser benevolente con todos los personajes de la trama, desde el editor —un represaliado del régimen franquista a quien los autores detestan—, el abogado de la editorial —el hoy celebrado escritor Francisco González Ledesma— o los jóvenes dibujantes a quienes la vieja guardia creía amantes de un humor absurdo exento de la crítica social que ellos habían utilizado siempre, como un jovencísimo Ibáñez. Los retratos de todos ellos, cargados de humanidad, de respeto y —más importante— de cariño, son uno de los grandes méritos de un trabajo cargado de ellos.
Hay una viñeta, hacia el final de la historia, en que vemos a Josep Escobar, ante su mesa de trabajo, sentando a su hijo sobre sus rodillas para prometerle que volverá a dibujar a Zipi y Zape. «Son malos tiempos para soñar», añade. Una afirmación paradójica viniendo de parte de uno de los autores que más hicieron soñar a los niños de su tiempo con su trabajo. Niños que más tarde se convertirían ellos mismos en autores de historietas, declararían su amor incondicional hacia aquellos precursores y llegarían incluso a dedicarles libros tan bellos como éste.