Cuando contaron que una tormenta
arrasó con el gran circo
que vieron una estampida de domadores y elefantes
drogados por igual,
al hombre bala encasquillado dentro del cañón,
a las bailarinas flirtear con el aire
en la atmósfera atentada por una nueva dimensión
y que sólo los payasos se tomaron en serio.
Se clausuró la taquilla,
y una serpiente grande y fea
cogió el látigo del capataz.
Cuarenta años estuvo sin mudar la piel
el viejo y bigotudo reptil
hasta que por fin, murió.
Nuevos políticos reabrieron la carpa con subvenciones
pero jamás de los jamases
el espectáculo del gran circo
volvió a ser lo que era.
Todas las ciudades corren la misma suerte
entre el viaje de la creación
y los sacos de azúcar que cobran al peso
los asesinos a sueldo en el mercado de básculas.
Las llaves de las mazmorras se parten,
la acidez que sube hasta la primera garganta
torna mentolado el aliento del ogro
mantiene a raya a los fantasmas del cobertizo
y en un hechizo nos deja huérfanos de padre y madre.
Somos arrastrados a retenernos ante la aventura
a controlarnos ante las jugosas bailarinas del Tai Pan,
con los caminos invadidos por un ejército
caníbal y errante,
privilegiados con el don para perder a la ruleta
en una noche imantada que ya no nos pertenece
ni nos tiene en racha.
Así, que elijo ser amigo del Gran Zampanó y de Cabiria.
Combatía a la humanidad con dolor,
abandonaba los ascensores
por preferir las escaleras,
su moda era sólo suya,
y vivía en la antecámara de la luz.
Inventaba su mitología sin dragones
obligó a las hadas a cumplir turnos de ocho horas,
a los cazadores a buscarla desarmados,
al lobo y por sorpresa, a interrumpir su digestión…
todo eso ocurrió cuando Caperucita
fue voluntariamente adoptada
por la ciudad de los monstruos.
Sally también se encontró con el lobo
se mintió, y se metió dentro de su barriga
y así por fin…
se convirtió en parte del cuento.