Cuando oigo a Pepe hablar con su madre, una emoción que se parece mucho a la ternura me llama insistente a las puertas del corazón con la aviesa intención de entrar, montar su tienda de campaña y su camping gas, y quedarse una temporada a calentarme la alegría. He de decir que la madre de Pepe desgraciadamente falleció hace muchos años, y también he de decir que Pepe habla con ella en verso, con el alma por fuera de la camisa y la sonrisa por fuera del alma.
Pepe Fernández del Cacho es un cura poeta. O un poeta cura, que nunca he sabido por dónde tirar de esta madeja ni qué título poner sobre cuál. Pertenece a aquella generación de jóvenes sacerdotes, marchosos, rebeldes y comprometidos que entre los ochenta y los noventa irrumpieron en vaqueros y zapatillas de deporte en el panorama bastante apolillado de la Iglesia. Él sabe bien que no comulgo con su ideario teológico, pero sí lo hago con esa aspiración suya de llevar allí donde le escuchen el mensaje evangélico de justicia, esperanza y amor al otro, especialmente si ese “otro” las está pasando canutas.
Pepe escribe poemas para mayores con el lenguaje de los niños. En las ramas de sus versos tiemblan hojas cristalinas que caen directamente en el corazón de quien se acerca a ellos, sin desviarse por ningún camino tortuoso. Los perifollos metafóricos no son de su agrado, y mucho tendríamos que aprender sus compañeros en la aventura de la palabra de su poesía limpia, directa y sin ambages.
Pepe no ha tenido una vida fácil, conoce de primera mano el rostro macilento del dolor y por eso sabe de lo que habla cuando ofrece su consuelo al desvalido. Pepe ha escrito un manojo de libros, ha trabajado en la tele -cuando la tele aún no era un contenedor de residuos orgánicos- y ha recitado sus versos en los lugares más peregrinos, incluidas las discotecas de barrio.
Ahora le han enviado al quinto… Quito. Y allí está, con sus versos, su guitarra y sus trazas de niño enorme, al frente de la Parroquia de Puengasí, un lugar deprimido donde los haya, lejos de todo, cerca sólo de la pobreza y el desamparo. Pepe, que es misionero de la Orden Pasionista, está a cargo de un comedor de ancianos y me cuenta que el alma se le hace añicos contra el suelo cuando ve a sus abuelillos tan solos e indefensos. Si ser viejo en España no es ninguna bicoca, imaginaos cómo será en la zona más deprimida y deprimente de Ecuador.
Pepe me envía fotos de su gente y veo ancianos con ojos de niño asustado y niños con ojos de mirada precozmente adulta. Algunos sonríen, y dice mi amigo que cada una de esas sonrisas vale su peso en lágrimas.
Pero yo vi una luz en Puengasí…
No quiero acabar sin decir que Pepe Fernández del Cacho, además de poeta, además de misionero, además de niño-grande trotamundos, es, sobre todo, un hombre bueno. Y quiero decir que este hombre bueno también “es” Iglesia Católica. Y, como él, tantos otros hombres y mujeres buenos, que trabajan intensa, calladamente, al lado de los más humildes. Hombres y mujeres anónimos que rezan para que sus superiores no les devuelvan a Europa, lejos de sus misiones, aunque quedarse en sus misiones suponga, muchas veces, un grave riesgo para su integridad física y para sus vidas.
Todos esos hombres y mujeres buenos que se cuentan por miles, también son Iglesia Católica… aunque nunca salgan en los telediarios.