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ISSN 1989-4163

NUMERO 20 - FEBRERO 2011

Dos Cuentos

Adán Echeverría

¿Y mis Raíces? ¿Qué hacen Creciendo hacia el Cielo?


Luisa acostumbraba todos los viernes pasar al bar a escuchar música viva, tomar cerveza, tener alguna plática interesante con el chico que tuviera el valor de enfrentar su hermoso rostro de trigueña mexica, y rebanarle la espalda con la idea de algún cambio en el por venir.

No era justo que este viernes la música fuera una fusión de música prehispánica y ritmos house.

- Pero qué diantre están tocando hoy, -escupió a sus vecinos en la barra del bar.

- Vamos, no seas así, abre tu espíritu hacia todos los ritmos.

- No los escuchas, es música de indios.

- No lo dices en serio verdad, -carraspeó Fidel, ese hippie pacifista que se apuntaba como el defensor de cualquier causa, por más estúpida que fuera. –Hacer de la música prehispánica nuevas versiones tiene que ver con recuperar las raíces.

- Cuáles raíces, tú, no te engañes. Esto es una ridiculez.

- Llamas ridícula esta música. Habrías de medir tus palabras. Qué, tú muy europea, ¿no?

- ¿Tienen que vestirse con taparrabos y usar sintetizadores para ir adornando el ponchis ponchis? Y eso del Palo de lluvia, es una mamada ¿cuáles raíces?

Estaba aburrida, terminando su cerveza para largarse de una vez, cuando uno de los integrantes de la agrupación que daba el concierto se quitó el penacho y con la cabeza al rape descubrió un rostro y una figura que más que bien, a Luisa no pudo dejar de agradarle.

La mañana siguiente Luisa abrió los ojos temprano. Se miró desnuda en los espejos del techo, y observó su cuerpo violentado, donde sobresalían marcas de dientes, signos de la enorme y deliciosa batalla de amor que había librado.

- Hay que volver a las raíces, ni hablar -y se mordía los labios mirando junto a ella, desnudo y en todo su esplendor, aquel músico del taparrabo.

 


Guardaré el Veneno de esta Flor...


Kandaré estuvo sentado muchas horas. Dicen que si pasas largo tiempo en un punto de la avenida, puedes ver al cincuenta por ciento de los automóviles que hay en la ciudad. Kandaré tenía fijo los ojos en el monumento reluciente de un Justo Sierra que parecía irradiar bondad a todos los transeúntes. Las horas de ese día pasaban en el ruido de lo carros. Las voces trepaban por los cables y le iban jalando de los bajos del pantalón, pero él las ignoraba. La flor en su mano era excelsa. Una flor azul que había sacado del mercurio líquido de su laboratorio justo cuando habló por el teléfono portátil con él.

Llegó puntual a la cita, y toda la tarde había visto el oleaje de los automóviles erosionar el pavimento. Kandaré había pasado de la ilusión a la desesperación, al enojo y a la irremediable tristeza. Octavio se acercó ya pasada la media noche. No había llamado por teléfono, no había dado explicaciones, ni tuvo el valor para acercarse antes e intentar el diálogo con Kandaré, esperó hasta que la avenida estuvo desolada. El recuerdo de su esposa y sus hijas lo atormentaban.

Al fin, Octavio se detuvo de pie frente a Kandaré, un Kandaré envejecido, con las telarañas de la tristeza amordazando voz y labios.

Octavio se detuvo junto a él: - No tiene caso engañarnos, no tengo el valor. -Y se retiró con lentitud.

Desde las cinco de la tarde, Kandaré había visto el carro de Octavio pasar por la avenida diversas ocasiones. Desde la primera vez que miró el carro deslizarse ante sus ojos, sin detenerse, supo que el sueño no iba a cumplirse. Se había congelado como la flor azul en el mercurio, y la inmovilidad fue mayor que su amor. No sabía en verdad qué pensamientos aleteaban en su mente.

Octavio no se detuvo; pasaba y pasaba sin detenerse confundiéndose entre los cientos de automóviles, aprisa, siempre aprisa.

La noche parpadeaba su final. En la avenida, unos rayos de un sol trasnochado comenzaban a levantarse entre las hojas de los árboles. Kandaré tenía la flor en la mano. Se levantó de pronto, dejó caer la flor al suelo y ésta se deshizo en miles de astillas de hielo. El amor es así, una flor detenida en el tiempo que siempre terminará por volverse polvo.

 


circo

Fotografía: Alvaro Sánchez Montañes

 

 

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