Es cosa sabida por cualquier nostálgico que a veces uno se siente cercano a personas a las que no verá jamás, con las que nunca ha hablado y cuyos rostros ni siquiera es capaz de precisar. Son las voces que llegan a través de las canciones, de los libros, de las películas. Son ficciones, pero al mismo tiempo hablan de nosotros como si sus autores hubieran tomado pedazos de nuestras vidas cuando se pusieron manos a la obra. Imagino que será porque todas las vidas posibles se parecen más de lo que uno cree.
Lhasa de Sela se me apareció (no se me ocurre mejor modo de decirlo) hace siete años en un bar de La Latina, en Madrid, un bar que ya no sería capaz de encontrar. Yo tomaba cañas con dos amigas y estaba en una de esas épocas en las que uno es más sensible de lo normal, como si estuviera siempre con la piel más atenta que el ojo o el oído. Si añadimos a la soledad un poco de la sordidez que siempre encuentra uno en una gran ciudad, algunos desengaños y que llevaba a mis espaldas una buena terapia de Tom Waits, Leonard Cohen y Billie Holiday, supongo que no es extraño que me enamorara de Lhasa a la primera.
La camarera me tuvo que repetir tres veces el nombre de aquella voz que se desgarraba desde algún lugar al otro lado de los altavoces. Lo apunté en una servilleta y lo guardé en el fondo del bolsillo. Convencí a mis amigas para tomar otra caña en el mismo bar con tal de seguir escuchando aquella música a la que era incapaz de poner etiqueta alguna.
Como sucede con las amistades casuales, Lhasa se quedó en mi vida, si bien mis amigas de aquella noche de cervezas desaparecieron de ella. Escribí unas cuantas horas bajo el dictado de su melodía tan atormentada como hermosa. Dicen que Josele Santiago canta con el estómago; la verdad, no sabría definir con qué cantaba Lhasa. Le robé, incluso, el título de una canción para un relato: De cara a la pared.
Como a menudo ocurre con las personas interesantes, no era sencillo seguirle la pista a Lhasa. Su propia biografía era una mezcla de raíces difícil de desenmarañar. Lhasa se disfrazaba a ratos de Chavela en Québec, de Edith Piaf en México, de Wim Mertens en el desierto o de Ry Cooder en Marsella. Saltaba del castellano al inglés o francés del mismo modo natural con el que su voz quebradiza se acomodaba a cualquier cosa que cantara.
Aquella noche llegué a casa dando tumbos y escuchando de nuevo a Tom Waits. Pero llevaba el nombre de Lhasa en una servilleta y estaba, aunque aún no podía saberlo, un poco menos solo.
Dicen que en Montreal nevó durante cuarenta horas después de que Lhasa se fuera.
http://www.youtube.com/watch?v=rQjn5Y2Q51Q
http://www.youtube.com/watch?v=0Oz5VtHG0Qk
http://www.youtube.com/watch?v=bw6_Ea8GHYQ&feature=fvw