Sor Clara llora en silencio. Arrodillada, vuelve a meter el esparto en el barreño, con las manos tan ateridas que al retirar dos pequeñas placas de hielo de entre el agua solo siente una levísima quemazón, casi un consuelo. Friega el rellano de la sala de labor con tal ímpetu que la hermana belenera, en su apresurado quehacer, complacida achaca a la devoción de la muchacha. La novicia no siente otra cosa que rabia contra quien la ha consagrado al encierro por tratarse de la cuarta hija. Sus uñas se quiebran contra las ennegrecidas hendiduras de las baldosas de barro. El frío que se cuela por las infinitas grietas del convento, se afila en los corredores y penetra entre los hábitos de la niña que ahora tiembla de nostalgia y dolor.
Son vísperas de Navidad. El cotidiano afán del convento tan sigiloso de costumbre, hoy es un acrecentado rumor de pasos, un excitado murmullo de voces y avemarías, un sordo remover de enseres, un súbito cerrar de puertas. Las devotas mujeres están esperando al Niño.
La misa del gallo celebrada, aún quedan horas para el alba. La hermanas oscuras, negros hábitos, negros velos, avanzan descalzas y en silencio con el candil de su celda en la mano. El humo negro del pésimo aceite es una sombra más entre la procesión de sombras. Sor Clara es la última pues la última llegó a la santa casa. Tiene los ojos rojos de llanto, humo y sueño.
Lentamente, se congregan en la sala de labor. Las gélidas baldosas han sido vanamente cubiertas con esteras cuyo entramado de siglos está tan deshecho como delicadamente zurcido. Las hermanas se sientan a la morisca alrededor de la sala .Algunas de entre ellas, con un suspiro, casi un gemido, dejan caer contra el suelo sus cuerpos maltrechos de enfermedad y de vejez.
Un pebetero de barro se calienta apenas sobre un humilde brasero en el centro de la cámara y ya el aroma dulzón del incienso todo lo invade. La quietud de los bultos oscuros contrasta con el baile de formas monstruosas que los candiles dibujan en el encalado de las paredes. Sor Clara reprime una arcada.
La abadesa rompe el silencio y a su Dios te salve, todas se arrodillan y bendicen el fruto del vientre de Maria. Entona luego un Tedeum hermoso y apagado y la hermana belenera se apresta a abrir los policromados portones donde se oculta el Nacimiento. Sor Clara sabe desde que era niña que las capuchinas custodian los secretos del divino misterio y abre los ojos, entre oscuridades y humos, hasta que le duelen; esta vez, de curiosidad.
El crujido de las maderas deja paso a un turbio escenario y una agazapada corriente de aire estremece el rostro de la novicia, como si el hálito del Señor Misericordioso hubiera entrado en el convento para insuflarle resignación. Cánticos agudos y amortiguados por la piedad se elevan entonces por entre las sombras: las hermanas oran en villancicos, antiguos, familiares y dulces. Ella apenas encuentra su propia voz, perdida entre infantiles recuerdos a la búsqueda del amparo de la madre querida y definitivamente ausente.
Con humilde diligencia, la belenera enciende velas y candiles por entre las oscuridades. El mortecino resplandor de las llamas, va desvelando, acompasadamente, a Maria y José, al Angel anunciador, a los pastores y a los Magos de Oriente, a los pajes, los caballos, las ovejas y al extraño animal del desierto… Hay un polvo nacarado a los pies de las figuras que a Sor Clara se le antojan estrellas caídas de la celeste bóveda: son conchas de mar trituradas por manos hacendosas para mayor esplendor del pesebre.
¿Pero, dónde está el Niño? La inesperada ausencia trae a sus mientes vagas certezas de que algo va a acontecer…
Las sombras se arrodillan, los cánticos se enardecen tenuemente y el milagro se produce: por entre los pliegues del hábito de la abadesa, unos brazos alzan una pequeña figura, rígida y desnuda, como un tierno cadáver.
- ¡Aleluya, Dios ha nacido!
Las sombras se inquietan y rebullen, como si las formas demoníacas en los muros hubieran decidido mezclarse entre las mortales y tomar posesión de ellas y arrastran tocas y velos que caen y descubren las cabezas peladas, blancas y oscuras, bellas y deformes, tersas y enfermas. Sor Clara apenas consigue arrancar el suyo; ya no recuerda las advertencias de la abadesa previas al ancestral rito. La impúdica desnudez de aquellos cráneos que se postran tres veces besando el suelo ante el Hijo de Dios alzado, emite efluvios sulfurosos en las narices de la espantada novicia. Siente lo ojos de vidrio del Niño fijos en ella. Temblando pone su frente en el suelo; el velo, mal desatado, se escurre por la pequeña cabeza y cae sobre el candil, derramando el aceite. La llama prende y se extiende victoriosa.