Me desprendí de la ventana como quien se descuelga de una pesadilla a otra. Una música de Mahler me incitó al tránsito. El amor a la vida de quienes están al muere. Esos gritos, susurros, penas y pasiones desatadas, descuajadas como árboles por tormentas interiores me ayudaron a salir, descolgándome a los sueños de una mujer amada a la sazón lejana.
Mahler me acompañó danzando como un mimo, representando la parte de su música en la tierra (violín, glockenspiel y restos de una orquesta radiactiva) y respiraba conmigo los pelos de tuna, que eran los hilos anómalos por los que confluyen sus partituras una en otra y ésta en la última nota de cualquier canción. Él y yo sobrevivíamos a los vuelos, fantasmas al fin.
Atravesamos mi ventana, yo adentro mirando afuera; él afuera mirando adentro.
Amanecí, crudo como una avispa, en la ventana de la mujer inmóvil. Ella comenzó a soñarme dentro del sueño que emanaba de Mahler.
Éramos dos hongos azules que se soñaban por amor mutuo. Azules de dioses fluorescentes, de paludismo gasificado, de diáfanas mareas olvidadas a barlovento danzando con las medusas en una costa amarilla, lejana, perdida, irrecuperable.
Estábamos —Mahler, yo y ella— en el sueño de la mujer amada. Eso era suficiente. La ventana era un tránsito y el camino fue abierto como en los actos sexuales se abren los regocijos, como en el sonido que Mahler me insufló en lo que quedaba de mis orejas. Así, el yugo ajustado a la mujer soñando comenzó a desintegrarse en el amanecer de soles líquidos de otoño, en pedazos de astros desconocidos, en los fragmentos más oscuros de la galaxia a nuestros pies.
Ella fue libre por el tiempo de un breve sueño, de una larga sinfonía. El de la duración de mi travesía (con Mahler) por la ventana.
Sombría es la vida, es la muerte. (Dunkel is das Leben is der Tod, etc.)
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