La portera se puso a limpiar el polvo de los buzones comunitarios. Mientras pasaba el paño observó el interior de cada compartimiento en busca de correspondencia. Vio que en el del tercero izquierda había un sobre. Se acercó a la rendija para verlo mejor. Una suave fragancia a rosas frescas llegó a su nariz. Seguro que era una carta de amor. Sólo las cartas de amor iban acompañadas de un perfume como ése. Introdujo la mano por la abertura del buzón hasta que el grosor de su mano le impidió meterla más adentro. Estiró al máximo los dedos y tocó el sobre. Empujó un poco más. El metal se clavó en la carne y sintió un ligero escozor, aun así siguió empujando. Si tenía que herirse la mano para alcanzar el sobre lo haría sin importarle los daños. Apretó su mano un poco más y consiguió atrapar una esquina con la punta de sus dedos. Entonces escuchó el motor del ascensor ponerse en marcha. Malhumorada sacó la mano de la boca del buzón. En la piel del dorso de la mano le quedaron unos arañazos en forma de dos líneas paralelas. Se cubrió la mano con el paño para disimular y siguió limpiando los buzones para justificar su presencia allí.
Del ascensor salieron los dos hermanos gemelos, hijos del matrimonio del cuarto derecha. Los chiquillos eran, sin duda, los más traviesos del barrio. Corrieron hacia la calle gritando sin prestar la más mínima atención a la portera.
- ¡Malditos hijos de puta!... Ojalá os atropelle un camión – refunfuñó la portera mirando hacia la puerta.
Después, volvió a centrar su atención en el buzón del tercero izquierda. Quería hacerse con la carta a toda costa. De inmediato metió la mano a través de la boca del buzón y trató de coger el sobre. Después de un par de minutos intentándolo, la suerte se puso de su lado y lo consiguió. Sacó el sobre sujeto por la punta de los dedos y lo observó detenidamente. La letra era de mujer, de eso no había duda y, por el grosor, calculó que debía contener al menos cinco folios. Alguien llamó el ascensor. La portera escondió el sobre en el bolsillo del mandil y siguió haciendo como que limpiaba. El ascensor subió, se detuvo y luego bajó hasta la planta baja del portal. De él salió Juan, el vecino del tercero izquierda. Llevaba poco más de cinco meses viviendo allí. Se instaló nada más llegar de su pueblo natal. Llegó a la ciudad en busca de oportunidades que en el pueblo nunca tendría, pero la única oportunidad que le ofreció la ciudad fue un asqueroso empleo de friega platos en un restaurante chino. Avanzó esperanzado hacia los buzones. La portera siguió pasando el paño como si nada. Juan echó un vistazo a su buzón y al encontrarlo vacío, el brillo que iluminaba su ojos desapareció de repente.
- Buenos días, Doña Matilde – dijo resignado.
- Buenos, sí.
- No sabrá si ha pasado el cartero.
- Me parece que sí.
- ...
- ¿Espera noticias importantes?
- Carta de la novia. Hace tiempo que no sé nada de ella.
- Pues nada, paciencia.
- Es que el presupuesto no me da para un ordenador y tenemos que apañarnos con el correo de toda la vida. Además, tampoco la puedo llamar por el móvil porque en el pueblo no hay cobertura.
- ¿Y por qué no se la trae aquí, a vivir con usted?
- Esa es la intención, pero tal como me van las cosas… casi no puedo llegar a fin de mes. Por ahora es mejor que se quede allí, aquí no puedo ofrecerle la vida que ella se merece.
- No se preocupe. Aún son jóvenes y seguro que vienen tiempos mejores.
- Eso espero, Doña Matilde, pero hasta que lleguen… no sé si voy a aguantar todo ese tiempo sin ella.
- Se nota que está muy enamorado.
- Figúrese si la echo de menos que al acercarme a los buzones me ha parecido percibir su perfume.
- Es usted todo un romántico.
- Qué se le va a hacer… (consultó la hora en su reloj de pulsera) Me tengo que ir o llegaré tarde al trabajo. Que tenga un buen día y gracias por su amabilidad.
- Ande, ande…
Juan salió a la calle dejando sola a la portera.
- Pueblerino de mierda – añadió despectivamente mientras se sonaba la nariz en el paño de limpiar el polvo.
No aguantaba más, quería saber qué decía la carta. Como vivía en la planta baja del edificio decidió entrar para disfrutar de más intimidad. Una vez en casa sacó el sobre del bolsillo del mandil y lo abrió con precipitación. Leyó la carta, burlándose de los párrafos demasiado íntimos, imitó con voz desagradable la voz de la autora cuando ésta hizo mención de su ingente amor y se rió a carcajadas cuando ella, la autora de la carta, mostraba su preocupación por la desaparición de sus cartas. Por lo visto, Juan le había comentado algo al respecto. La portera terminó de leer la carta. Después la rompió en mil pedazos que arrojó en la cocina de leña. Se quedó contemplando cómo el fuego los consumía y por unos breves instantes se sintió feliz.