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ISSN 1989-4163

NUMERO 10 - FEBRERO 2010

 

Quién Sabe

Juan Carlos Marzal

Hace unos meses vi a Ana. Me la encontré debajo de su casa, en el parque, y no fue por casualidad. Últimamente acostumbro a pasear por los lugares que frecuentabas,  a observar a la gente que conocías, tus amigos, Ana… y lo hago a escondidas, observando sin ser vista cómo se mueve la vida que te rodeaba sin estar tú. Sin embargo en el parque no me escondí, tal vez porque no esperaba encontrármela o tal vez porque precisamente quería hacerlo, porque de entre toda tu gente es la que estuvo más cerca de ti, la que compartió más  contigo; tal vez porque quería encontrar en ella algo de tí. Caminaba ligera, con la mochila colgada de un hombro, seguramente iba a coger el autobús a la universidad o eso pensé. Cuando me vio ralentizó el paso y se acercó a mí, con la cabeza baja, esa es la reacción que producimos en la gente, una mezcla de esquivez y respeto, y al verla en ella me hizo pensar que había ya empezado a marcar una distancia contigo. No la culpo por eso, no porque haya dejado de lado las esperanzas y empezado a olvidarte, más bien porque cada vez me siento  más sola: yo, papá y mamá, nadie más.

-Hola –me dijo con su voz frágil mientras  colocaba su pelo lacio tras la oreja. Luego permaneció un rato en silencio, buscando las palabras o, mejor, la forma de decirlas.
-¿Todo bien? –Añadió encogiéndose de hombros. Supongo que en el fondo quería preguntarme si sabía algo nuevo, si todo seguía igual o si había alguna razón por la que estuviera allí sentada, esperándola.
-Bien –le contesté, como diciéndole “todo igual, nada nuevo”. Supongo que entonces quedó claro que estaba allí por ella. Para qué si no.  Ella suspiró, miró hacia los lados, tímida:
 -Bueno ¿nos llamamos?

Yo asentí como si le estuviera dando mi consentimiento para que se fuera, para que cogiera el autobús y para que empezara a vivir su vida. Para que te olvidara.

Unas semanas después me la encontré en el autobús, de forma accidental. Iba con un grupo de gente, amigos que yo no conocía, tal vez de la facultad. Uno de ellos, un chico, le gastaba bromas y ella reía de esa forma tímida tan característica en ella. Pensé que tal vez hace unos años serías tú el que la hacías reír. Era un chico alto, moreno, no se parecía demasiado a ti. En un vaivén el chico aprovechó el movimiento y se lanzó exageradamente sobre ella. Ana puso su mano en el pecho y entonces me vio. Me saludó con un cabeceo débil, avergonzado, y retiro al chico con su brazo. Pensé que ella pensaría que estaba allí para observarla  otra vez, como lo hice en el parque. Me sentí  como una intrusa que vigilaba sus movimientos, su vida, como una conciencia que le atara a un recuerdo doloroso, inacabado. Me anticipé a mi parada y me apeé en la siguiente, con la cabeza baja, como ella.

Mamá reza cada día. Ya sabes que ella siempre fue una creyente no practicante, pero últimamente va a misa a diario. No cuenta nada pero debe de ayudarle a mantener las esperanzas, aunque no lo parezca demasiado. Se pasea con la cara larga y ojerosa como si hubiese llorado, pero  sé que no lo ha hecho porque las lágrimas ya se nos han secado. Es curioso, pero hasta tu propio cuerpo se protege a sí mismo: cuando llega a un punto extremo de ansiedad empieza a segregar una sustancia sedante, lo mismo que con las lágrimas: llega un punto que ya no se derraman. Es como si  te abandonase, te dejase sólo con tu dolor sin la posibilidad de expulsarlo. Entonces te conviertes en una especie de alma errante que arrastra un cuerpo al que se siente obligado de mantener, de alimentar, de darle lo necesario para sencillamente decir que sigues vivo.

A veces pienso que todo debería detenerse, como ocurre en casa: que los coches no circularan, que la gente no saliera a la calle ni fuese a trabajar, que se detuvieran lo trenes, los aviones; que todo se quedara suspendido, en espera, en una eterna apnea, como me ocurre a mí. Entonces, no me sentiría tan sola.  Al principio fue así. Parecía cono si todo el mundo contuviera el aire cómo lo hacíamos nosotros. Se formó una asociación de padres de los desaparecidos, vinieron a vernos ministros que alimentaban nuestra esperanza y nos ofrecían su hombro para llorar, porque todavía nos quedaban lágrimas. Con el tiempo la esperanza se fue fragmentando y cogió el color pálido y la textura arrugada que cogen  los frutos marchitos que nunca llegan a caer del árbol. Entonces todo reinició su movimiento, su inercia, la maquinaria de la vida pareció coger su velocidad natural y comenzó a acelerar su marcha alejándose de nosotros como un tren que partiese  con un sonido respetuoso y silencioso, dejándonos en el andén. Todo sigue su camino, como lo hace el resto de la vida que has dejado aquí y que parecía tan tuya: como lo hacen tus amigos, Ana…

El otro día conocí a alguien especial, una psicóloga. Me la presentó tía Elena en su casa, me invitó a comer de improviso aunque creo que fue una estrategia para que hablara con ella. Después de comer nos dejó a solas en el salón. Yo estaba sentada en el butacón de terciopelo donde el tío acostumbra a leer. Se puso en cuclillas frente a mi y me cogió de las manos. Me dijo que era demasiado joven y que mi vida no podía detenerse en espera de algo que tal vez nunca llegue. Me aconsejó que cogiera algo tuyo, ropa, lo que fuera, algo que me vinculara a ti y que me fuera a un lugar significativo en nuestras vidas, un parque, una playa, y que te hablara, que te explicara, como lo hago ahora, cómo me siento y en la condena en que se ha convertido mi vida. Luego, me dijo, “coge ese recuerdo de tu hermano, haz un hoyo en el suelo y con mucho cuidado entiérralo”.

Estoy aquí, en esta playa donde tantos veranos de nuestra infancia pasamos felices, con tu bufanda de cuadros, nada me puede recordar más a ti. He hecho un hoyo en la arena y lo he vuelto a tapar.
Tengo miedo de  enterrarte porque, si por una de esas remotas posibilidades mamá tuviera razón y estuvieras vivo, pienso que con mi decisión estaría  ayudando a apretar el gatillo del arma con la que tal vez alguien, en el otro lado del mundo, esté apuntando sobre tu cabeza.

 
 

Marzal

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