Ha tenido que ser así.
Otra vez, la odiosa voz de mi editor Golem ha vuelto a disturbar mi merecido reposo en estos últimos días en el ocaso de mi vida.
Cientos de reseñas de libros no han sido suficientes para saciar la avidez del citado personaje, a quien nunca le importaron mis escasas medidas, que en los momentos de una de nuestras frecuentes peleas le empujaban a llamarme enano de mierda. Después, al reconciliarnos, siempre le tenía que oír decir que estaban dichas estas palabras con amistad y camaradería y que demostraría una vez más mi egoísmo sí las tenía en cuenta.
Tampoco le frenó mi entrada en la senectud, cuando ya he perdido la vista, el oído y casi la memoria. La virilidad no, pues nunca la tuve.
Así pues, esgrimiendo de nuevo el airear alguno de mis inconfesables pecadillos, me entrega un voluminoso libro, de 1.546 páginas, añadiendo, para intentar despertar mi ya defenestrado ego, que las multitudes se agolpan en su despacho pidiendo, qué digo, exigiendo, otra de las crónicas majestuosas del ya apagado reseñista que una vez fui.
Lo cierto es que visto el tamaño del libro, mi primer pensamiento fue el de que sería un estupendo sustituto de la sillita que utilizaba para subirme al ir a miccionar, sillita que algún malnacido me robó en la residencia de ancianos para utilizarla en algún otro fin aún más repugnante que el mío. Dele Dios mal galardón.
"Breve historia de la Marina Real Británica". Breve. Será hideputa.
Yo en aquel momento me hallaba inmerso, sólo para mi solaz particular, en el estudio de un tratado sobre la historia de la dentadura postiza, asunto éste que a primera vista no resulta del todo apasionante pero que me ha absorbido de tal modo que esta estúpida interrupción sobre la historia de la marina británica no ha podido sino irritarme sobremanera. Y ese, como bien saben los médicos, es el primer paso para la irritación del colón. Molestia que honestamente no quiero añadir sobre las otras que ya padezco debido a mi edad.
Curioso, como decía, ese tratado sobre las dentaduras postizas. ¿Alguien se imaginaba que su origen está en los incas, pueblo que cogía los huesos de las aceitunas, los limaba concienzudamente y los incrustaba en cáscaras de coco hechas a la medida de las mandíbulas incas. No sé si este primer y torpe intento tenía utilidad como dentadura postiza, pero ciertamente arreglaba el molesto asunto de qué hacer con las aceitunas una vez comidas.
En fin, no tuve más remedio que enfrascarme en el estudio del susodicho tratado marítimo, que, dicho sea de paso, fue escrito por el reputado Primer Lord del Almirantazgo Lord Winston Malborough en 1.856, sobre la documentación recabada en el desempeño de su cargo entre el 29 de diciembre de 1.846 y el 3 de enero de 1.847.
Ciertamente a primera vista no parece que su experiencia en el cargo haya sido muy dilatada, pero doy fe de que empleó ese escaso tiempo en sodomizar, según la real tradición del Almirantazgo británico, a la marina española, a la sazón en su tercer siglo de continua decadencia.
Es realmente curiosa, por ejemplo, una vez entrados en materia, el origen de la costumbre de bautizar a los barcos de guerra británicos con toponímicos de la Gran Bretaña.
Costumbre ésta, creada en 1.548 por la reina Jennifer IV y motivada por la absurda reticencia que han tenido siempre todos los pueblos de la Historia de alistarse en barcos en los que casi con total certeza perderían la vida. Pero eso sí, por Inglaterra.
Así, Jennifer IV responsabilizaba a diferentes pueblos de que la tripulación estuviera al completo y lista para el combate haciendo que cada barco fuera íntegramente compuesta por simpáticos y alegres nativos oriundos de ese pueblo. Se dieron casos, al menos curiosos, de que en pequeñas poblaciones con escasez de hombres, tuvieran que alistar a personajillos de cuatro e incluso tres años que desfilaban ante las orgullosas madres que los parieron satisfechos de poder dar su vida por Jennifer IV y por Inglaterra. Algo de este patriotismo no vendría mal ahora en estos oscuros momentos que atraviesa nuestra patria.
Otro curioso caso que se dio respecto de esta costumbre es que una vez que desertó un marinero de tercera del barco Edimburgo en 1.599 hizo que se ejecutara al completo a la población de Edimburgo. Orden ésta, que como es lógico, no complació completamente a los habitantes de esa simpática ciudad y que según algunas lenguas fue el inicio de la rivalidad sana que existe incluso hoy entre Inglaterra y Escocia.
No nos libramos los españoles de costumbres dudosas de la marina británica que sirvieron para forjar su imperio.
Es más o menos sabido que los españoles arribaron a las costas americanas y allí descubrieron un sinfín de nuevos productos, tanto vegetales como minerales. Incluso animales.
Uno de ellos, el corcho, descubierto en las costas de Bolivia (pese a que hay pueblos vecinos del país que por pura envidia niegan que Bolivia tenga costa marítima), fue despreciado por los aventureros españoles con el curioso argumento de que no era oro, no corría para que se pudiera ir detrás de él con lanzas y otros instrumentos ni se podía comer. Así nos ha ido, claro.
Los ingleses, con ese espíritu innovador del que siempre han hecho gala, así como práctico, hicieron acopio de este producto, y lo embarcaron rumbo a las costas de la Pérfida Albión, nombre éste cuyo origen explicaré si tengo tiempo y fuerzas. Así, en las numerosas reyertas que ingleses y españoles hemos tenido a lo largo de los siglos, los pobres soldados que no eran despachados en el momento, eran confinados en esas islas que existen entre Inglaterra y Francia, como Jersey.
Allí, eran convenientemente decapitados, siguiendo las técnicas de conservación de cabezas que aprendieron en sus incursiones culturales por tierras brasileñas, sus cerebros vaciados y convenientemente rellenados de esta sustancia, el corcho.
Una vez bien llena la despensa de tan curioso cargamento, dispersaban estas cabezas flotantes por el mar. Nunca hubo tantas cabezas en lo más alto de nada en toda la historia de España. Auténticas cabezas flotantes.
Pero, ay, el destino de esas ilustres cabezas no era otro que el de servir de blancos de tiro para los buques británicos, motivo éste de la legendaria puntería de la Armada que tantos disgustos nos ha dado a lo largo de los siglos. Eso sí, siempre se mantuvo la costumbre de que como cabezas, las españolas, no admitiéndose para esta práctica ninguna otra cabeza de otro de los numerosos pueblos con los que los ingleses se han escabechinado tantos años. Nunca una cabeza española ha estado tan bien valorada.
Curioso resulta también el origen de otra de las costumbres de Gran Bretaña, mantenida hasta el invento de los modernos cañones, de extirpar un testículo a los marineros encargados de los antiguos cañones de compuerta.
Siglos se ha especulado con este hecho, a primera vista valorado como algo bárbaro, pero que como todo, tratándose de los británicos, está perfectamente explicado.
La rapidez, en las antiguas batallas navales, era esencial. Así, los marineros que tenían que cargar esas pesadas balas de cañón constantemente, veían obstaculizada su importante labor con las gónadas propias del sexo masculino. No hay un gran problema, sino una gran falta de decisión para afrontarlo. Los marineros de estribor se cortaban el testículo derecho, y viceversa. Problema solucionado.
Así, la expresión "no tienes huevos", todavía en algunas partes de Gran Bretaña se considera no un insulto, sino un halago. Una muestra de valor. Recomiendo a mis lectores que entren en alguna taberna de Gales y suelten de sopetón a un fornido camarero galés "no tienes huevos" y observará complacido su reacción.
Por último, y en honor de la Marina, quiero desmentir, a raíz de la lectura de este magnífico libro, de una frase que fue injustamente apuntado en el haber de otro ilustre primer Lord del Almirantazgo, Sir Winston Churchill, referida a la Royal Air Force.
En 1.847, arribó al pueblo de Gloucestersharsquare, el buque Forrest Gum. Allí, desembarcaron los hombres ávidos de esos inocentes momentos de esparcimiento que disfrutan todas las tripulaciones de todos los barcos.
Después de tres días seguidos de francachelas, a la tripulación se le acabó el dinero, pero no las ganas de solaz, por lo que en pleno, se dirigieron a tres ilustres habitantes de la ciudad, que por cierto, también eran los tres más acaudalados.
Después de innumerables regateos, obtuvieron un generoso préstamo de tan provectos personajes. Todos, los 123 hombres de la tripulación.
Después de otra larga noche de orgía etílica (y de la otra) con las primeras luces del amanecer embarcaron y se largaron "a la francesa", expresión ésta de origen inglés también, pues conocemos la afición de este pueblo para echar los muertos al pueblo vecino. Ciento veintitres hombres bastos y poco ilustrados, habían estafado una fortuna a tres cultivados miembros de la realeza local.
Tres personajes que no tardaron en acudir a nuestro héroe, Sir. Winston Malborough, a denunciar sus cuitas, quien manifestó la célebre frase, injustamente atribuida a Churchill: "Nunca tantos debieron tanto a tan pocos".
Creo que en este punto, y habida cuenta de los escasos emolumentos que recibiré de mi negrero, finalizaré mi crónica, con el firme propósito de no terminarla a no ser que pretenda airear ese pequeño problemilla en el que me vi envuelto con Hacienda y del que por supuesto, soy totalmente inocente.