“Memoria del caos”, que la editorial tinerfeña Baile del Sol acaba de publicar en su colección de “Poesía”, no es exactamente un libro de poemas. Y no lo es, no porque su autor, José Blanco, no sea un verdadero poeta, que lo es, y bueno, sino porque este texto generoso y fértil se escapa, excediéndolos, de cualquier definición o género. Es decir, es también un libro de poemas, pero no sólo es eso.
Si José Blanco –tal como una vez leí que era definido, en mi opinión, muy acertadamente- es un polipoeta (escribe, compone e interpreta canciones, hace collages y obras de poesía visual y, entre otros varios creativos asuntos, es el alma de proyectos poéticos colectivos como la fecunda revista encartada “Metamorfosis”), “Memoria del caos” es un polilibro. En él se contienen un poemario de amor, el relato de un viaje exploratorio, un ensayo corto sobre J.D. Salinger, elogios y exaltaciones de la lectura y de sus poderes curativos contra la insania, una colección de sueños, disquisiciones sobre las manifestaciones de la felicidad, muchas citas, algunos juegos y, entre otros jugosos hallazgos, bastante metapoesía .
Se titula así porque es un trabajo que se propone –con un propósito, por cierto, muy ambicioso, pero ¿es que acaso un propósito que no lo fuera merecería el trabajo?- descubrir y fijar el itinerario del proceso creativo, de la creación poética. Seguir el camino desde el original “caos sin memoria”, que el poeta recibe como primer impulso para empezar su obra y que intentará luego agarrar, asir, ir encauzando y moldeando, hasta llegar al orden final generado sobre el blanco de la página. José Blanco rastrea, así, en esta “Memoria del caos” -paso a paso, marcando sus propios hitos para ir orientándose en empresa tan ardua y en espacio tan laberíntico- la distancia que se abre entre la intuición que pone en marcha al poeta y la obra ya consumada.
Un laberinto, pues, en el que sería muy fácil perderse, si el autor no tuviera sus propios recursos. Él mismo los enumera en el ilustrativo texto, “Caleidoscopio”, que encabeza la obra y que funciona como hoja de ruta para la travesía. “Para conjurar el peligro –escribe Blanco ahí-, el poeta se deja guiar por ángeles iluminados, traba alianzas con ángeles caídos, frecuenta a los autores que a su juicio acertaron a abrir alguna puerta, revisa viejas fotografías, reedita amores caducos, retorna a los lugares que ya componen el decorado transfigurado de su imaginario, consulta oráculos que respiran los vapores que emanan del profundo estrato del sueño…”.
El libro, con el método del “burla, burlando”, de ir plasmando y escribiendo aquello mismo que busca e investiga, va explorando, de la mano de esos recursos, en la creación, de la única manera que es posible hacerlo, creando. Utilizando el alfabeto, el lenguaje, la palabra, como objetivo de estudio y a la vez -¿cómo podría ser de otra forma?- como instrumento de búsqueda. Pasando continuamente de uno a otro lado del espejo, creando y a la vez descubriendo nuevas simetrías, inaugurando geografías, nomenclaturas, cronologías y sistemas de referencias por medio del lenguaje. Y es en esa tensión, en ese punto vulnerable al borde del abismo, sobre ese hilo de equilibrista, tan cerca del vacío, en donde van surgiendo las nuevas palabras. Palabras que luego el poeta, al finalizar su particular recorrido por el laberinto, nos traerá como regalo, escritas y agrupadas en textos.
Los de este libro, además del “Caleidoscopio” del inicio, se agrupan en cuatro apartados: “Las mañanas inocentes”, “Álbum”, “Oráculos” y “Nacimiento de un poema”. Y son, ya se ha dicho aquí, muy variados en cuanto a la forma. Hay sonetos, juegos a lo Queneau (S+7) que transforman el poema “De la musa y sus parámetros” en “De la musculatura y sus paranomasias”, prosas cortas, prosas más largas, un texto ensayístico sobre “El período azul de J.D. Salinger”, varios “Hito” que comienzan invariablemente con la frase “El poeta no escribe” y que se reparten por todos los apartados del libro, bastantes citas recogidas, un caligrama con acróstico incluido y dedicado al pintor Francisco Aliseda…
En fin, total ruptura de géneros, mezcla de verso y prosa, aliñada con porciones de autobiografía y de ensayo. Pero siempre, y eso creo que hay que destacarlo, con la presencia viva de la poesía. Eso que no sabemos exactamente lo que es, que no somos capaces de definir, que sólo intuimos, que buscamos, a veces desesperadamente, porque se nos esconde. Pero que inmediatamente reconocemos cuando aparece.
Creo, además, que merecen ser destacados los poemas, los textos en general, sobre el amor, sobre la experiencia amorosa, de este libro. Su importancia central dentro de la disposición general de lo escrito -aunque se traten aquí también otros varios asuntos- hace que “Memoria del caos” pueda ser considerado fundamentalmente un tierno poemario de amor, tema, por otra parte, recurrente en toda la obra de José Blanco. Su primer libro publicado, que, por cierto, fue Premio de Poesía Arcipreste de Hita en 1992, se titula significativamente “Las obras de la mar. Las obras del amor”. Y, por citar sólo otro ejemplo, “Tesoro” (1993), un librillo precioso editado con letras doradas y una cubierta-carpeta de terciopelo granate, era un extenso poema con una larguísima enumeración de cosas valiosas para el poeta, que finalizaba con estos versos: “Son baratijas, pila de chatarra / Que desluce cuando mi tierna amiga / Se acurruca a mi lado, desasida / De sí, y sueña con trenes que no paran”.
La propia literatura, la lectura y la escritura, son el otro tema nuclear y omnipresente de “Memoria del caos”. Autorreflexivo, metaliterario, derramando amor confeso por la literatura en cada una de sus páginas, en las que se proclama el carácter sanador de la lectura y sus poderes curativos frente a la locura, este libro, por el que se pasean, entre otros, Enrique Vila-Matas, Góngora, John Berger, Julio Cortázar, Roberto Bolaño o Jorge Riechmann, es un artefacto poético desgarradoramente autoconsciente, potente y hermoso.
Amor y literatura, literatura y amor, que se entremezclan -¿no están muy logradas en este sentido las expresiones “Amo su alfabeto como a mí mismo” o “La mujer para la que leo…”?-, que se reivindican y se afirman, en una continua búsqueda de vida y también de felicidad. Esa felicidad a la que J.D. Salinger, según se recoge en estas páginas, atribuía la característica de ser un sólido, a diferencia de la alegría, que la consideraba líquida.
No quisiera terminar estas líneas sin mencionar la fotografía de la cubierta, obra de Paz Die Dean, en la que un José Blanco inmerso en plena actuación poética, en una semioscuridad algo difuminada, sostiene con ambas manos un cartel en el que puede leerse: “palabras”. A mí se me ocurren también como imágenes para esta obra “Libro abierto” (1930) de Paul Klee, “La Musa inspirando al Poeta” (1909) de Henri Rousseau o “El pobre poeta”(1839) de Carl Spitzweg.
Jorge Luis Borges escribió que “leer y escribir son formas accesibles de la felicidad”. José Blanco, que siempre ha sido un poeta del amor, añade este ingrediente a la sabia y sensata receta borgiana. Así, bien pertrechado con libros, lecturas, escritura y ese amor que tan presente está en su obra, no es extraño que sus últimas palabras en esta muy recomendable “Memoria del caos” sean: “Tengo que decir: la felicidad anda cerca”. Que así sea, se mantenga y tú nos lo sigas contando, José Blanco.