De niña Ana tenía dos patios. Tenía dos patios, dos jardines, dos casas, dos perros, dos madres. Trece gatos. Las repeticiones y las rarezas habían entretejido en ella un particular entendimiento de la realidad. Nunca había podido distinguir con certeza el umbral de salida de los sueños y la puerta de entrada al mundo real.
Esto, que para otra persona podría resultar alarmante, en ella resultaba natural. Jamás se había inquietado al encontrar seres de pesadilla en plena calle y viceversa. Comprendía también —esto se lo habían enseñado sus madres— que los sueños acercaban mensajes y que era preciso estar disponible para recibirlos. Si por alguna razón no recordaba lo que había soñado, durante el día aparecía alguien o algo que se lo evocaba. Así sucedía y Ana nunca se sobresaltaba. Durante el transcurso de su vida había visto adivinos, ciegos, locas, perros bicolor, mujeres con gallinas en la cabeza, un origami de caras que se abría imprevistamente para disipar la niebla de su olvido. Ella siempre escuchaba sin inmutarse.
Pero esa noche el soñar fue diferente.
Viajaba en colectivo. Sentada del lado de la ventanilla, comenzaba a observar las calles. No parecía existir peligro. El cielo estaba completamente despejado y había sol. “Sin embargo, algo va a ocurrir” le decía una voz irreconocible y familiar. Ana se estremecía y se frotaba los brazos como si quisiera darse calor. Lo inminente estaba cercano. Podía sentirlo en el peso extra de su pecho. De pronto tocaban su hombro.
Ana despertó sobresaltada. Al llegar al baño se lavó la cara varias veces. “La sensación es completamente diferente”, dijo mientras se dejaba mirar desde el espejo. Se vistió apurada. Afuera, no había una sola nube y eso le pareció aterrador.
Mientras esperaba el colectivo una impresión le dió de lleno. Ya había tenido ese mismo sueño antes. ¿Cómo no lo recordaba? De pronto se dió cuenta. Estaba atrapada en una puerta giratoria de las que alguna vez le hablaran sus madres. Una vez adentro las escenas se repetirían inevitablemente hasta que pudiera romper con la cadena. Necesitaba despertar de verdad. Sintió miedo. ¿Qué significaba estar realmente despierta?
En el 110 quedaba un último asiento libre junto al pasillo. Esto la tranquilizó. No se sentaría junto a la ventanilla como en el sueño. Avanzó despacio, el vehículo se movía como si no hubiera sido domado. Ana cayó en el asiento con horror. A su lado había una mujer que le daba la espalda. Temblaba y parecía estar abrazándose a sí misma mientras miraba hacia la calle con desesperación.
Ana extendió el brazo.