Carta abierta a la Ministra de Cultura y a quien pueda interesar
Parafraseo a Larra para titular esta larga carta porque no se me ocurre frase más descriptiva para la situación de la que quiero dejar aquí constancia.
No hablo en nombre de ningún grupo o asociación, sino en el mío propio, aunque debo decir que mi trato continuo con traductores de libros me permite afirmar que son mayoría quienes comparten mis reflexiones. Y es por ello que me animo a escribir estas líneas, con el único objetivo de que lleguen a donde tienen que llegar y sean de alguna utilidad.
La ACEtt —de la que formo parte— me presta un hueco en su revista, se me antoja que acaso porque muchos de sus miembros piensan igual que yo, lo que no quiere decir que su dirección tenga que compartir necesariamente mis palabras.
Cuando decidí dedicarme a la literatura, y en concreto a la traducción de libros, mi madre se echó las manos a la cabeza augurándome un futuro lleno de incertidumbres, haciendo especial hincapié en la económica. Tras más de una década dedicada al que a mí se me antoja un noble oficio, no he podido por menos que acabar dándole la razón.
Sin embargo, a pesar de la evidencia, me cuesta creer que a estas alturas, en los albores del siglo XXI, una dedicación vinculada tan estrechamente a la cultura siga estando tan mal considerada y tan mal pagada.
Esa incredulidad es la que me lleva a compartir mi inquietud, ponerme públicamente del lado de quien siente la misma desazón que yo e informar a quienes no estén al corriente de tan lamentable estado de cosas en la medida en que quieran ser informados.
Trataré de ser lo más clara posible y empezaré diciendo que los derechos de los traductores, que a mi entender y al de muchos están siendo violados con la connivencia de todos, son de dos clases: los derechos morales y los derechos patrimoniales. Paso a continuación a exponer la realidad en que vivimos en ambos aspectos, siempre refiriéndome a la traducción de libros, pues afortunadamente las demás variantes de la traducción —traducción legal, técnica, etc.— están mucho mejor remuneradas, diríamos que integradas de pleno derecho en el mundo empresarial, mientras la traducción de libros permanece como una pariente pobre, una rémora del pasado que clama al cielo una revisión.
DERECHOS MORALES
Es una evidencia que las obras traducidas, una vez al alcance del lector, se suman a la literatura del país de la lengua de llegada. Y así es cómo los lectores pasan a considerarlas suyas, ya que se incorporan a su bagaje cultural como si se tratara de viajes, y quedan impresas en la memoria de los escritores del país, aflorando a través de sus obras como deudas literarias, como solapados homenajes, etc.
Las estadísticas han constatado que España es uno de los países donde proporcionalmente más obras literarias se traducen. Eso quiere decir que de cada cien libros publicados, veinticinco son traducciones, es decir, obras de otros idiomas que son vertidas a algunas de nuestras lenguas oficiales —castellano, catalán, gallego y euskera; que incluyo aquí por riguroso orden de producción editorial—. Un veinticinco por ciento nada desdeñable que, lamentablemente, no se rige por las mismas leyes que el otro setenta y cinco por ciento; pues allí donde por un texto original un escritor cobra el 10% en concepto de derechos de autor, en un texto traducido su autor cobra lo mismo, mientras que su otro autor, el traductor —que la ley considera autor— no percibe nada o apenas nada.
Por poner un ejemplo, dicen las estadísticas que en el año 2004 los tres libros más leídos fueron traducciones, en concreto, El Código Da Vinci, de Dan Brown; Los pilares de la Tierra, de Ken Follet, y El Señor de los Anillos, de Tolkien.
Bien es cierto que España es un país con una tradición traductoril de clara relevancia, pues buena parte de lo que aquí se ha leído, desde que reinaban Góngora y Quevedo, ha venido de la mano de la traducción; al contrario de lo que sucede en países como Reino Unido y Estados Unidos, donde es ínfimo el porcentaje de obras traducidas comparado con el de obras escritas orginariamente en cualquiera de las variantes del inglés.
De ello se deduce que, siendo como son los libros traducidos los que más se leen, si borráramos la traducción de nuestro panorama literario, casi un cien por cien de los libros que se editan y se leen, ni se editarían ni se leerían. O lo que es lo mismo, que la cultura literaria de los españoles sería casi inexistente.
Conclusión: estaremos de acuerdo en que la traducción es una parte fundamental de nuestro espectro cultural y que a todos nos conviene que siga siéndolo.
La traducción cumple pues un papel esencial en los hábitos de lectura y, ya que dos y media de cada diez obras leídas en nuestro país proceden de otras lenguas y para que pueda accederse a ellas se precisa de un intermediario, el traductor, este se convierte en una pieza clave en ese proceso que va de la escritura de una obra a la lectura de la misma por parte del lector.
Siendo una pieza clave en el proceso, es de suponer que el traductor debiera tener un papel relevante en el resultado del mismo: aparecer en el libro como uno de sus responsables últimos, acceder a los beneficios que este reporta, salir en las fotografías... Nada más lejos de la realidad.
Por extraño que parezca, en este país donde cada día son más los ciudadanos que acceden a la educación, que acceden a la lectura, los traductores no son nadie, hasta el punto de que a veces incluso pasan a no tener nombre. Porque algunos editores —afortunadamente los menos— desprecian de tal modo la figura del traductor que “olvidan” incluirlos en los títulos de créditos, y eso cuando no les arrebatan directamente la autoría de una obra otorgándosela a un traductor inexistente cuyo nombre inventan y que les sirve como tapadera para no hacer un nuevo contrato, para no pagar derechos de autor en caso de abultadas ventas o de cesiones a terceros, ni que decir tiene que violando flagrantemente la actual Ley de la Propiedad Intelectual, que entró en vigor en 1996 y que al gremio editorial casi al completo se le antoja tan transparente como el propio traductor.
Sólo algunos editores —los menos— creen oportuno incluir el nombre del traductor en la portada, junto al nombre del autor, aunque en letra de menor cuerpo, dejando así constancia de lo importante que ha sido su trabajo en la obra que presentan, diciéndole al lector que no podría leerla sin el concurso del traductor, que es el traductor quien se la brinda. Algún editor incluso tiene la deferencia de añadir un breve currículo del traductor en la primera solapa, junto a la del autor, y desde aquí se lo agradezco aunque sería deseable que eso se convirtiera en costumbre.
Desconozco el mundo de la música desde sus entresijos pero sí puedo afirmar que hace ya mucho que nuestra sociedad es consciente de la importancia de sus intérpretes. ¿Se imaginan Uds. un concierto en un gran auditorio en el que nadie supiera el nombre del pianista, del primer violín, de la soprano...? ¿Acaso imaginan una película o una obra de teatro en la que no aparezca por ningún lado —en los títulos de crédito, en el programa de mano— el nombre de los actores y actrices que la hacen posible? Sinceramente, yo no.
Aun así, el traductor no deja de ser un intérprete de cuya habilidad depende que un texto llegue al lector en todo su esplendor. Y de ahí que existan traducciones brillantes, traducciones infieles, traducciones arriesgadas e incluso pésimas traducciones. ¿Tenemos derecho a negarle al lector la variedad de esos matices, debe seguir pensando que las traducciones las hace un ente abstracto, que salen de las entrañas de una computadora programada a tal efecto?
Pero, ¿quién es el editor en todo este embrollo? ¿Es el culpable de lo que sucede? ¿Es el responsable último de que el traductor arrastre zapatos gastados, coma en restaurantes de tercera, dosifique sus gastos en la librería?
Sí, decididamente sí: el editor es el único responsable de que el trabajo del traductor esté mal remunerado, de que no tenga aguinaldo por navidad, ni cesta, ni jamón; de que no cobre pagas dobles, de que no pueda permitirse el lujo de acompañar a sus hijos en el veraneo y deba permanecer atado a su ordenador 365 días al año.
El editor gana su buen dinero. Se supone que es un empresario que sabe sumar dos más dos, que gestiona sus recursos para que le siga saliendo rentable pagar a Hacienda, que deduce de sus beneficios las cenas y festejos a los que invita a los suyos —autores, agentes literarios, críticos... casi nunca traductores—. Y sin embargo, no le da para pagar bien al traductor y, por mucho que le pinches, que le insistas en que tu remuneración es una vergüenza pública, se hace el longuis y dice que su negocio no da para más.
Eso por no hablar de los pequeños editores que han impuesto el hábito de las colaboraciones gratuitas entre autores y traductores, que dicen arriesgar su dinero “por amor al arte” e invitan a otros a arriesgar, con el mismo fin, el fruto de su esfuerzo. A algún pequeño editor yo misma lo he imprecado en público a este respecto y nada, ni caso, como si no fuera con ellos; a río revuelto, ganancia de pescadores.
El editor es pues un señor o una señora que no hace bien su trabajo, que se enriquece a costa de otros, que oculta los certificados de tirada, que no envía las pertinentes liquidaciones, que no comunica la fecha de expiración de los contratos, que redacta contratos con cláusulas abusivas a los que el traductor, en situación de desigualdad manifiesta, no se puede negar. Es, sin embargo, "el editor", el único capaz de sacar los textos, ya sean originales o traducidos, a la luz. Y de ahí que los autores, tanto los escritores como los traductores, se plieguen a sus requerimientos y a sus abusos. Sorprende, sin embargo que estando escritores y traductores —considerados también autores a efectos legales— en el mismo saco, no aúnen esfuerzos, que no se sientan en el mismo barco.
A mí personalmente, que autores y editores formen parte codo con codo de CEDRO, siempre me ha parecido un absurdo. Otro gallo cantaría si, existiendo como existe el Gremio de Editores, existiera también el Gremio de Autores. Pero ya que están en CEDRO, que sirva para algo y estén en igualdad de condiciones.
El traductor está al pie del cañón, cumple con su trabajo por una retribución irrisoria y, lo dicho, jamás es invitado a un canapé por el editor.
Cuando un autor visita la ciudad de residencia de su traductor por motivos laborales —presentación de su libro a la prensa, etc.—, este es el último en enterarse. Y hablo por experiencia. En una ocasión, un librero me felicitó por la traducción de una obra contemporánea que era además de una gran altura literaria, añadiendo que la autora había visitado hacía pocos días la librería en compañía de sus editores, los mismos que me habían encargado la traducción y retribuido ella. Como era de esperar, nadie propició el que para mí habría sido un enriquecedor encuentro.
El editor no se acuerda de que el traductor existe pero, peor aún, ni siquiera el autor pregunta por él o ella. Es tal la oscuridad en que se ha querido sumir a la figura del traductor, que ni siquiera el autor quiere comentarle en persona qué le ha parecido la interpretación de su obra, caso de que pueda leerla, o simplemente saludarlo como acto de cortesía.
¿Imaginan Uds. a un autor teatral que, tras el estreno de su obra, se levantara de su asiento y se marchara a celebrarlo sin la connivencia de “sus” actores? ¿A un compositor abandonando una sala de música sin ser presentado al solista que acaba de interpretar “su” pieza? Yo no. Esas cosas no suceden en el mundo de hoy, sólo suceden en el sector editorial, que está a todas luces mucho más rezagado que los restantes sectores empresariales y artísticos. Era de esperar, la literatura contemporánea también está a años luz de lo que se hace en otras disciplinas artísticas.
Ya va siendo hora que el sector editorial se adapte a los tiempos, de que, abanderado de un progreso cultural en el que se supone participando, cumpla con sus obligaciones morales otorgando a los traductores sus derechos morales. Tal vez ese día consigamos también que nuestra literatura no vaya tan coja con respecto a nuestro tiempo.
DERECHOS PATRIMONIALES
En lo que al aspecto práctico del oficio se refiere, el traductor de libros es un individuo que trabaja por libre. Son muy pocos los traductores contratados por un organismo oficial o similar dedicado a la publicación de libros o para una agencia de traducciones, en su mayor parte dedicadas a la traducción técnica. La mayoría de los traductores de libros trabajan a destajo, como un jornalero contratado por días o como una asistenta contratada por horas. Sin paro, sin bajas de maternidad y paternidad, sin bajas por enfermedad ni defunción de seres queridos, sin días de asuntos propios, sin ayudas en el pago de la hipoteca, sin bonos de gimnasio ni de pistas de tenis en las afueras.
El quid de la cuestión reside en que el traductor es un trabajador que trata con alguien que se encuentra en una posición económica más fuerte que él y, de repente, lo quiera o no, se encuentra a su merced. En una conferencia pronunciada en la Universidad de Urbino en 2003 y publicada en el número 29 de Vasos Comunicantes, Ros Schwartz, la presidenta del Consejo Europeo de Traductores Literarios (CEATL), planteaba la cuestión en estos términos: “¿Os imagináis a un fontanero esperando a que el cliente decida cuánto está dispuesto a pagarle para que le arregle un grifo que gotea?”. Más gráfico, imposible.
El fontanero, además, como el jardinero o el electricista, trabaja por su cuenta y, en consecuencia, para cumplir con sus obligaciones tributarias paga Autónomos. El traductor, contrariamente, a pesar de no trabajar tampoco por cuenta ajena, no suele hacerlo; no porque quiera defraudar a Hacienda, faltaría, sino porque el sueldo no le alcanza. De hecho, las encuestas dicen que sólo el 38% de los traductores de libros paga autónomos. Yo, por mi experiencia, debo decir que la cifra real es mucho menor.
Pagar Autónomos, en su franja más baja, implica desprenderse al mes de unos 200 euros sin obtener por ello prebenda alguna, cosa del todo imposible para un individuo que factura, de media mensual bruta, de 0 a 1.200 euros, cantidad a la que hay que restar el 15% de IRPF, por lo que cobra de 0 a 1.000 euros Pongamos por caso que un editor encarga a un traductor la traducción de un libro de 380 páginas. Si consideramos que traduce 40 páginas a la semana, es decir, 8 páginas al día por cinco días laborables a la semana, el traductor tarda una media de dos meses en realizar el encargo. Así pues, no podrá presentar la factura hasta que entregue la traducción acabada, a lo que hay que añadir entonces el mes —siendo optimistas— que tardará el editor en abonarle los honorarios. El traductor estará pues dos meses trabajando pero durante tres meses no ingresará nada: 0. Al cabo de esos tres meses, y con una tarifa de 10 euros la página, siendo optimistas, facturará la cantidad de 3.200 euros brutos, que restando el 15% de IRPF se quedarán en 2.720 euros netos, que divididos entre dos, los meses que ha tardado en realizar el trabajo, dan un total de 1.360 netos; un sueldo bastante digno que les encantaría cobrar a la mayoría de traductores, si no fuera porque, ¡lástima!, traducir ocho páginas al día y, al término de la jornada, tenerlas corregidas y listas para ser entregadas, es casi imposible, de modo que el traductor necesita una o dos semanas más para revisar su traducción y estar en disposición de firmarla. A lo que hay que añadir que un traductor no siempre enlaza un trabajo con otro, mientras que todos los fontaneros, albañiles y jardineros que conozco sí lo hacen, de hecho, van sobrados.
Imaginamos que el traductor hace un esfuerzo, saca fuerzas de flaqueza, y no descansa los fines de semana. Imaginemos que hace un esfuerzo extra y deja de tener vacaciones —no descansa en Navidades, no descansa en Semana Santa, no descansa en verano; es decir, no descansa cuando los demás descansan—. Creo que todos los traductores se han visto en algún periodo de su vida en una tesitura semejante a esta —mientras para muchos otros es su estado natural— y, sin embargo, no por ello han podido permitirse el lujo de pagar Autónomos, o comprarse un vehículo o un apartamento en la costa. Y dado que si las tarifas no aumentan la única solución es trabajar más horas, cabe la posibilidad de que la profesión entera caiga un día enferma y resucite esa bucólica imagen del artista tuberculoso encerrado en una buhardilla apestosa del bello barrio parisino de Montparnasse.
El traductor es un individuo que trabaja por libre, es decir, no tiene trabajo fijo ni sueldo fijo, y que encima no puede delegar su trabajo en nadie, se lo tienen prohibido. A diferencia del electricista o del jardinero, ambos oficios en los que uno puede ganarse muy bien la vida, el traductor no puede emplear a nadie que le eche una mano en su trabajo. Un electricista que pague autónomos tiene con frecuencia dos o tres empleados que aumentan su volumen de trabajo y sus ingresos. El traductor no, el traductor es un individuo condenado a trabajar solo y, peor aún, está muy mal visto que deje de hacerlo. Los editores son muy celosos de los trabajos que encargan; lamentablemente no lo son tanto a la hora de pagar honorarios. ¿Imaginan Uds. a un decorador de interiores que no pueda recurrir a ningún ayudante a la hora de decorar un inmueble, que tenga él mismo que colgar los cuadros, encolar los zócalos...? ¿Imaginan a un paciente que se negara a que entrara una enfermera en la sala de operaciones? Yo no veo por qué según que textos no pueden traducirse a cuatro o seis manos, por qué no puede haber especialistas en hacer una primera redacción o expertos en hacer una última corrección. Si se tratara de un trabajo bien pagado, tal vez diera para eso y los resultados fueran en algunos casos más brillantes.
Imagínense a un traductor que en un momento de exceso de trabajo recurre a un colega para poder entregarlo a tiempo. Pongamos por caso que se trata de un libro voluminoso que corre prisa al editor y que él ha aceptado para no quedar mal con quien le da de comer. No sólo tendrá que hacerlo a hurtadillas, sin que nadie se entere, sino que, aunque insista en pagarle al segundo traductor la misma tarifa por página que él cobra, no podrá incluir su nombre en los títulos del crédito, pues el editor se negaría a ello y no volvería a contar con sus servicios. Aun así, los editores saben que esa práctica existe y, si no la persiguen con saña, es que les conviene.
¿Y qué hay del polémico asunto del pago por préstamo de libros en las bibliotecas? ¿Acaso prestan gratuitamente sus coches los concesionarios para dar un paseo, ofrecen las terrazas de los bares sus mesas a los clientes que no consumen? Si se paga un canon por poner música en un local abierto al público, ¿por qué no va a pagarse por leer en una biblioteca de barrio? El Gobierno debe proteger los intereses de la cultura, facilitar el camino para que accedan a ella todos los ciudadanos del Estado, pero nunca a costa de algunos de ellos.
Resumiendo diré que hoy en día, a falta de acuerdos con los editores, pueden consultarse las tarifas mínimas recomendadas en la página web de la ACEtt. No son gran cosa y, como era de esperar, si se "traducen" en horas laborables, estas resultan peor pagadas que las de los empleados de la limpieza, considerados para algunos el escalafón más bajo en la escala laboral. Porque si algo no hay que olvidar es cuál es la formación del traductor. El traductor tiene una o dos carreras, algún que otro doctorado o master y sabe varios idiomas. ¿Es justo que cobre menos que un adolescente cuidando niños en días festivos?
PREGUNTAS
Y ahora que he expuesto qué alcance tiene la afrenta moral y patrimonial que se hace a los traductores, vayamos a las preguntas; serán sin duda el camino más corto para llegar, aunque sea en el terreno de la pura especulación, a las respuestas.
¿Por qué tan sólo un 45 % de los traductores de libros se dedican exclusivamente a ello?
¿Por qué el 55% restante compagina ese trabajo con otra actividad profesional, en su mayor parte la docencia, que proporciona una fuente de ingresos regulares?
¿Por qué las quejas contra el sector editorial por parte de los traductores son unánimes pero no salen a la luz pública?
¿Por qué a los traductores no se les aplica la subida anual del IPC?
¿Por qué es imposible pedir un aumento de tarifas cuando en otros oficios es una práctica usual cada equis años y nadie se rasga las vestiduras?
¿Por qué estamos tan descaradamente lejos de las tarifas europeas, por qué cobramos cuatro o cinco veces menos cuando en otros oficios “sólo” se cobra la mitad que en otros países europeos?
¿Por qué los traductores que trabajan continuadamente no tienen unos ingresos mensuales que superen el salario mínimo interprofesional?
¿Por qué la renta media de un traductor es de “sólo” unos 9.000 euros al año, como señalan las estadísticas?
¿Por qué la LPI no ha servido para frenar los abusos por parte de los editores?
¿Por qué abundan los contratos a tanto alzado y escasean los de tipo mixto cuando aquellos están mucho más lejos de la LPI, que obliga al pago proporcional?
¿Por qué se hace renunciar a los traductores en los contratos a cualquier clase de derecho de autor cuando esa práctica es claramente ilegal?
¿Por qué el traductor no tiene acceso a la tirada de las obras de que es responsable cuando la obligación del editor es entregársela?
¿Por qué el 44% de los traductores no ha recibido jamás datos de tirada?
¿Por qué la tirada y el número de ediciones no coinciden con las liquidaciones anuales que el traductor recibe, cuando lo hace?
¿Por qué el traductor no recibe sus correspondientes liquidaciones anuales cuando el artículo 64 de la LPI establece la obligación que tienen los editores de liquidar, al menos una vez al año, las cantidades devengadas por los derechos de autor sobre ventas de la obra traducida?
¿Por qué las obras de divulgación no devengan derechos de autor cuando en muchas ocasiones se venden más que las literarias?
¿Por qué el 54% de los traductores no recibe ningún saldo positivo en sus liquidaciones anuales por derechos de autor y, en cambio, la mayoría de las obras traducidas cubren gastos y proporcionan beneficios, a veces millonarios, al editor?
¿Por qué sigue habiendo tiradas en las que el traductor no cobra ni un euro más que lo estipulado en su contrato a tanto alzado por culpa de que se le asigna un ridículo porcentaje —0,5%—, con el que ni siquiera se llega a cubrir el anticipo?
¿Por qué siguen haciéndose tiradas inmensas, incluso de 100.000 ejemplares, sin que repercutan en la retribución del traductor?
¿Es normal que haga falta una media de 25.000 o 35.000 ejemplares vendidos para que se cubra un anticipo, es decir, que el libro se haya convertido en un best-seller?
¿Por qué el traductor no es informado de las cesiones a terceros que se hacen de los libros que ha traducido, con lo que se transgrede manifiestamente el artículo 48 de la LPI?
¿Por qué el 92% de los traductores no ha formalizado jamás un contrato con la editorial cesionaria, que suele ser Círculo de Lectores?
¿Por qué si a la cesión de terceros se le suma por ley un porcentaje por ventas, como reza el artículo 64, ese porcentaje nunca se percibe? ¿Acaso las editoriales renuncian a él en beneficio de, por ejemplo, Círculo de Lectores? No lo creo.
¿Por qué Círculo de Lectores puede vender 300.000 ejemplares de "Donde el corazón te lleve", de Susanna Tamaro, no pagarle ni un duro al traductor y que nadie se lleve las manos a la cabeza?
¿Por qué los editores se quedan en la mayoría de los casos con las ayudas a la traducción que otorgan gobiernos e instituciones?
¿Por qué las editoriales transgreden también la norma que obliga a comunicar a los traductores la fecha de expiración de sus contratos?
¿Por qué los editores retiran títulos de la circulación, es decir dejan de explotarlos, y no le comunican al traductor que en ese momento pasa a poder ofrecer su traducción a otro editor?
¿Han entendido los editores qué es la remuneración proporcional a que la LPI hace referencia y que sistemáticamente nos niegan?
¿Conocen acaso editores y lectores la Recomendación de Nairobi de 1976 de la UNESCO según la cual se debe conceder al traductor una remuneración equitativa?
¿Por qué no se pone una multa al editor que omita el nombre del traductor en la portada, como sucede en Suecia?
¿Por qué, si el 50% de los traductores traduce a partir de dos o más lenguas, cobra menos que trabajadores de diversos sectores sin ninguna formación académica? Siendo como es el suyo un trabajo especializado, debería tener una remuneración en consonancia.
¿Si desde junio de 1997 la ACEtt viene realizando reuniones con representantes de la Federación del Gremio de Editores, a las que se han sumado ya varias asociaciones como la ACE —Asociación Colegial de Escritores de España— y la VEGAP —Federación de Asociaciones de Ilustradores—, cómo puede ser que aún no se haya llegado a ningún acuerdo satisfactorio para ambas partes?
¿Sirvió para algo el acuerdo a que se llegó en julio de 1999 cuando se constituyó una comisión mixta, se actualizaron los modelos de contrato, se dijo que se elaboraría un código de usos o decálogo para la defensa de la traducción que sería remitido a todos los asociados: editores, autores, traductores...?
¿Por qué, si los resultados de la encuesta encargada por la ACEtt publicada en 1997 fueron inquietantes, lo siguieron siendo los de la encuesta que apareció en el 2002 (Vasos Comunicantes 25) y las conclusiones a las que llegó El libro blanco de la traducción en España asustan, la autoridad competente no ha hecho nada al respecto?
SOLUCIONES
Ya hemos llegado a la recta final.
Como los traductores no tenemos lamentablemente un sindicato y unos representantes sindicales que nos den las respuestas, nos las damos nosotros mismos a riesgo de que caigan en saco roto. Ni que decir tiene que lo que queremos, o al menos quiero yo, es un mundo mejor, donde la cultura y las personas que trabajan en ella —incluidos los traductores de libros—, amén de poder hacer su trabajo en libertad, sean reconocidos como merecen.
Eso pasa necesariamente por que los editores respeten el marco jurídico para la profesión que la Asociación de Traductores ha tardado veinte años en conseguir.
La CEATL ha redactado un código ético que podría servirnos de guía para mejorar nuestro presente: puede leerse en www.ceatl.org y lo recomiendo vivamente.
Sólo pido que se cumpla la ley, no debería ser mucho.
Distinguida Sra. Ministra de Cultura:
Desde aquí le pido una regulación de este oficio, el mío, que creo haber demostrado sobradamente que está bajo mínimos.
¿Por qué no proporcionar al traductor formas de apoyo para mejorar su precaria situación, como por ejemplo impulsar una exención de impuestos, como sucede en Irlanda? ¿Por qué no tener en cuenta, a la hora de regular su remuneración, que en el civilizado Reino Unido a los traductores les corresponde el 30 por ciento de lo que ingresa el autor de la obra que han traducido?
¿Tendremos que enviar a cada uno de los miembros del Parlamento un libro traducido acompañado de una carta en que se señale la escasa remuneración recibida por el traductor de dicha obra a cambio de su trabajo?
¿Tenemos que ir a la huelga, como sucedió en Noruega, donde se organizó la única huelga de traductores literarios de que tenemos constancia?
¿O acaso recoger miles de firmas y llevarlas personalmente a su despacho? Si es necesario, estoy dispuesta a hacerlo.
¿Es necesario que las prostitutas formen un sindicato y eleven sus quejas a las altas instancias para que su nada constitucional situación —sin paro, sin seguro médico, sin nada...— salga a la luz?
¿Nuestra sociedad está ciega?
¿Tan fuerte hay que gritar las cosas para que alguien las oiga?
¿No bastaría con que el Ministerio de Cultura intercediera por nosotros ante el Gremio de Editores?
Los traductores nos dedicamos a escribir y es así como defendemos nuestros derechos, escribiendo cartas abiertas como esta.