Epílogo incluido en el poemario.
Si has llegado hasta aquí, ya sabrás la clase de libro que nos ha ofrecido Ángel Rodríguez (Voltios, en la red). Un poemario duro, repleto de asperezas, que habla de la vida del hombre de la calle, de la gente de a pie, del ciudadano común.
En términos generales, están los poetas que loan a las flores y a las puestas de sol y a los campos verdes; y están los poetas que analizan el mundo hostil en el que vivimos, que nos cuentan de qué va la vida, y la vida suele incluir palos y algunos besos, alegrías y derrotas, historias tristes y agridulces. Yo respeto a los primeros, pero me quedo con la obra de los segundos. Y la obra de Ángel pertenece a este estilo: se trata de una escritura directa, eléctrica, sin tapujos, en la que queda claro, ya desde el primer poema, en el que el autor protesta contra el progreso, la nueva sociedad y lo moderno, que se ajustan algunas cuentas con el mundo.
Ya no leo tebeos de Wonderwoman, título brillante y con reminiscencias del pop y del cómic, refleja a la perfección el paso de la ficción a la realidad, el proceso de cambio que se ha operado en el hombre que ha dejado de ser niño. Es como si dijera (sin menosprecio por algo tan respetable como el tebeo): “Ya he crecido. Que no me vengan con cuentos”. Porque los cuentos que encontramos en estos poemas narrativos tienen, casi siempre, finales poco felices. Sirva de ejemplo este cierre: “volví a la clase obrera / con la sensación / amarga / del que se sabe descolocado”.
Voltios ha dividido el libro en tres partes:
-ANTAÑOS: Aquí se reúnen poemas sobre la injusticia, en distintos niveles (como en el texto en el que se cuenta la autoría secreta de la madre tras ese poema cuyo premio él ganó: “diploma / que nunca subió ella a recoger / envuelta en aplausos”), sobre la clase obrera, los yonquis, los puñetazos que recibimos, la infancia, los amores perdidos de adolescencia, las peleas a la salida de clase, las canicas y la nocilla… Se trata de una revisión del pasado del propio Ángel. Es un regreso a los barrios duros y marginales, donde las muchachas que antaño pedían un préstamo para las salas de recreativos terminan pidiendo dinero para costearse la cunda. Al contrario que en las fábulas, aquí las princesas no se casan con el príncipe azul: se meten picos en vena.
-VIGENTES: En la segunda parte encontramos textos sobre el presente, sobre lo que hoy vive el autor, que no tiene miedo a analizar sus taras, sus depresiones, su cuerpo, su insomnio, su medicación, su desliz hacia el borde del abismo, sus problemas cotidianos, sus miedos. El poeta ha dejado atrás el pasado y se concentra en lo que le ocurre, en lo que sufre y decide contar como terapia. La escritura siempre sirve de terapia. Y Ángel demuestra que se cura en estos versos. Hay muchas cicatrices, pero también “una guerra ganada a la depresión”.
-DE OTRAS VIDAS: El recuento de sus derrotas y de sus angustias pasa, en esta tercera parte, al recuento de las vidas de otros, casi todos perdedores: inmigrantes, suicidas, prostitutas, personas que mueren prematuramente o reciben sesiones de quimioterapia. Estamos ante el reflejo de lo que les pasa a los demás: por ejemplo, a su abuela, con alusiones a la guerra civil. Casi todos los retratados tienen los pies en el suelo, están anclados a la realidad. Y, quienes no lo están, reciben las suficientes hostias como para bajar de las nubes.
Voltios retrata el universo de las afueras de Madrid, y sus versos contienen una dureza que prescinde del sentimentalismo. Si has llegado hasta aquí, sabrás de sobra a lo que me refiero. Recordemos algunos ejemplos: “cada vez que vuelvo a mi barrio / donde tantos sacos de lágrimas / he llenado por fracasos vitales”; o “una soga al cuello / esperándome / casi a diario / en la puerta del banco”; o “no quiero terminar derrotado / de psiquiatra en psiquiatra”.
Los cierres también son contundentes, y eso es algo que me agrada como lector, algo que me enseñó uno de los poetas que nos ha servido de influencia a ambos: David González. Los cierres de Ángel Rodríguez nos hieren con su crudeza y con su amargura: “ahora / lo difícil / es seguir entrando / por la puerta de casa / y encontrar / cada día / el palo que me permita / seguir haciendo de funambulista / para no caer y decapitarme // por si volviese a aparecer la navaja”. Un final tremendo.
El autor es de Leganés. El poemario escarba en los barrios y en las vidas de sus habitantes y nos ofrece un retrato vital de aquello. Cohabita con la contundencia de los versos un lenguaje popular, muy acertado y con abundante jerga, lo que nos demuestra veracidad. Es decir: el poeta ha vivido esos momentos o los ha escuchado de quienes los vivieron, de tal manera que hay experiencia. Y la experiencia, bien contada, ilumina siempre el folio.