Mi segundo año en primero de carrera discurrió de otro modo en lo académico y laboral, pero de un modo parecido en lo que se referían a mis actividades como tuno. Aunque es cierto que mi asistencia a las clases fue algo más regular –fácil si lo comparamos con el primer año, en que ni tan siquiera llegué a ocupar un pupitre fijo– y que gran parte de las tardes de entre semana las tenía que dedicar a realizar un trabajo de peón en aquel taller ilegal de construcción de faros, los fines de semana y muchas de las noches y madrugadas las dedicaba a mis tareas como tuno. Sí que es cierto que ya no iba casi a los ensayos, con lo que me perdía gran parte del entretenimiento, pero mi gran dedicación a los mismos el primer curso, lo hacían ya innecesario.
Adicionalmente, al ser un tuno con todas las de la ley, ya no tenía que dedicar tiempo y esfuerzo a los deberes, muchas veces absurdos de mi tuno tutor.
Como la mayoría de los viajes de la tuna eran durante los fines de semana, mi capa fue incrementando en número de escudos y, a pesar de que no solíamos ganar nunca los festivales a los que nos presentábamos en representación de la facultad, sí que éramos de los primeros a la hora de ambientar las tabernas de las diferentes ciudades y de conquistar a las mozas de dichos lugares.
Como decía, ese segundo curso aprobé las cuatro asignaturas en junio y con cierta pena, regresé al pueblo, no sin antes quedar con Ramón y Pedro para vernos en Salou en el plazo de tres semanas.
Durante las tres semanas que permanecí en el pueblo paseé por la chopera, me bañé en el río, jugué a las cartas con mis quintos, rondé a varias chicas con un éxito modesto y mantuve breves charlas con mi padre en un ambiente mucho más relajado que el año anterior aunque tan distantes como eran las relaciones inter generacionales en aquella época. A mis padres les conté que la tuna tenía previsto acudir a una serie de festivales por los pueblos de la costa y que me era imposible fallar si quería seguir siendo miembro el año anterior. No sé los motivos reales que les decidieron a aceptar tan atípico viaje. Supongo que, de un lado, agradecían el ahorro que suponía a las arcas familiares mis ingresos gracias a la tuna. Por otro lado, sospecho que, al menos en lo que se refería a mi padre, visto que ya me había enderezado en los estudios, comprendía –e imagino que con cierta complicidad– que quisiera divertirme con mis amigos, lejos de la tutela familiar.
Y así, una mañana de finales de julio, con una pequeña cantidad de pesetas que me entregó mi padre y los besos lacrimosos de mi madre, vestido de tuna, me monté en el autobús que, vía Barcelona, me llevaría a Vilaseca, en Tarragona. Además del traje de tuno y la guitarra, apenas llevaba conmigo en un macuto un par de mudas, jabón, los enseres de afeitar y la documentación. Llegué a última hora de la tarde y fui preguntando por la pensión Reina, cerca del cabo de Salou donde había quedado con mis compadres Ramón y Pedro. Nuestra pensión estaba en lo que posteriormente, al segregarse de Vilaseca, sería el término municipal de Salou. En cuanto pregunté por mis amigos, la patrona, una cincuentona de gesto adusto, me informó que ya tenían cogidas cada uno una habitación. ¿De qué tipo es usted?, quiso saber. ¿Yo?, pregunté con cara de inocente. De los que paga, por supuesto. Bien joven, por si acaso, la habitación se paga por semanas por adelantado. Me ofende usted, señora. Un universitario como yo… Sí, sí, lo que tú quieras, pero son ciento diez pesetas con quince céntimos, con el desayuno incluido. Está bien, aquí las tiene. Y solté el dinero solicitado con cara de dignidad ofendida. Y ahora, dame la documentación, que tengo que rellenar la ficha de la Policía. Me lo dijo mirándome con fijeza a la cara, como si pensara que iba a salir corriendo al oír la palabra Policía. Saqué mi carné de color verde con el escudo del águila real, donde, entre otros datos, figuraba mi condición de estudiante y la pertenencia de mi familia a la tercera categoría por capacidad económica, lo que no pareció tranquilizar demasiado a la suspicaz señora.
Una vez superados aquellos trámites, subí mis escasas pertenencias a la habitación, apenas una cama y una mesita de noche, ambas de antes de la guerra y pasé a tocar la puerta de Ramón. Allí estaba mi amigo, algo enrojecido por el sol ya que, según me informó, llevaba ya dos días por allí y, preso de excitación, me habló de las nada pudorosas extranjeras que tomaban el sol apenas vestidas en las playas de la zona. Recogimos a Pedro y, con nuestros instrumentos, salimos a la calle. Durante dos horas recorrimos varias tabernas alegrando con nuestras bullangueras canciones a los extranjeros que cenaban y tomaban sangría por allí. La recaudación ascendió bastante más de lo que hubiera podido imaginar. Nos daba para pagar la estancia semanal de la pensión y unas cuantas comidas. Aquello parecía El Dorado. Además, en cada lugar, bien los clientes, bien el propio dueño, nos invitaban a tomar alguna tapa o a un vino. A las doce, nos quedamos fijos en uno, donde un numeroso grupo de ingleses aplaudían entusiasmados. Las sangrías corrían como el Nilo en época de crecida y las níveas británicas, al poco se ponían a bailar y, de tanto en cuanto, nos regalaban besos y caricias; incluso delante de los novios, circunstancia que a mí me tenía un tanto preocupado, pero que mis compañeros, que ya llevaban un par de días por allí, se tomaban con absoluta despreocupación. Ya a eso de la una, nuestros instrumentos yacían apoyados en la pared y suelo y manteníamos una conversación a base de signos –mi inglés siempre ha sido inexistente, como el de casi todos los españoles de mi generación– gracias a la interpretación de Ramón, que sí que tenía cierto conocimiento peregrino de la lengua de Shakespeare. Sí entendía perfectamente las caricias que Ann, una rubia algo rolliza, llevaba a cabo sobre mi pierna y algo más, bajo la mesa. Mi pasmo fue mayúsculo cuando Ramón, tras dirigirse Ann a él, me tradujo que me preguntaba si quería ir con ella a su hotel. Y añadió con burla: ¡Un tuno nunca se echa atrás! Y así acabo aquella primera noche en Salou. Entre los entusiastas brazos de una hija de la pérfida Albión. Y así sería casi cada noche, haciendo que la habitación de la pensión Reina fuera casi un lujo innecesario.
Al día siguiente, a las doce, me encontré en la pensión con mis compadres, que también habían dormido fuera. Pasamos el día junto a la playa, tocando a ratos en los dos chiringuitos que allí había y contemplando maravillados a aquellas extranjeras que lucían desvergonzadas como ninfas sus cuerpos al sol, tan solo cubiertas por un bikini (un gigantesco bikini para la percepción actual) e intentando que nuestras incontroladas erecciones pasaran desapercibidas. En cuanto regresamos al hostal, nos duchamos, nos pertrechamos con nuestro traje de tuno, y salimos en busca de dinero, alimento y fiesta.