Los tres motores BMW de 750 CV del viejo Junkers JU-52, braman en la soledad nocturna de un desierto infinito, que con indiferencia nos acompaña desde hace rato a unos cientos de metros bajo nuestros pies. La oscuridad azul lo envuelve todo, matizada por millones de estrellas que explotan en un espectáculo de constelaciones, convirtiéndose en un increíble derroche de belleza tal, que jamás en mi inexperta vida había visto antes. Me amodorro con el ronroneo de la aeronave, intentando cogerle la forma al incómodo asiento, pero es entonces cuando abren la portezuela y el aire a bramidos entra cortándonos la cara, para devolvernos a una realidad intimidante que nos cala hasta los huesos. El sargento 1º nos conmina a gritos a que revisemos el equipo, entre insultos y bravuconadas, y nos da los últimos consejos antes del salto. Compruebo por enésima vez el cierre del cuchillo que llevo en la pierna, metido en la caña de la bota, reviso los cargadores del CETME y beso la estampita de la Virgen del Carmen, la que me ha dado mi madre, mientras intento sin éxito recordar alguna plegaria de las que ella me enseñó. El aire me la arranca de la mano y ya no la vuelvo ver. Me espera un salto a ciegas, sobre lo que parece una sima negra de dunas sinuosas, seguramente plagada de escorpiones y de matarifes con turbante y chilaba, ansiosos por hundir sus gumías en gargantas o riñones españoles. Nos enfrentamos a gente avezada en la lucha cuerpo a cuerpo, en golpes de mano y puñaladas por la espalda. En salir de la nada para luego volver a ella en segundos. Marrulleros, traidores, imprevisibles. Esos que en toda su historia jamás se han compadecido de ellos mismos, y por ende nunca lo harán de nosotros. Al fin y al cabo somos los extranjeros, los cristianos, los que ya hemos olvidado lo que cuesta defender tu propia tierra del opresor; y lo tenaz y peligroso que puede ser cualquier desgraciado que se convierte, por simple juego del destino, en lo único que se interpone entre ese invasor y la propia familia de cada uno. Espartanos del Rif que con una bolsa de dátiles, un pellejo de agua y unos peines de balas, mantienen una posición durante semanas, sin un paso atrás, sin miedo, fundidos en ese paisaje que les ha dado su razón de ser. Hombres duros, estoicos, esforzados, como el entorno que les rodea, y con el que, por simple simbiosis, forman un todo.
No sabemos a dónde nos van a lanzar, pero sobre todo, no lo queremos saber. Quizás sea mejor así, ignorar lo que nos espera tras la siguiente duna, sin siquiera saber si llegaremos vivos al suelo, y sin más esperanza que seguir respirando este aire gélido algunos minutos más. Además para muchos de nosotros, esta es nuestra última misión antes de licenciarnos, nuestro último salto. Las miradas perdidas de los 18 paracaidistas que nos agazapamos en este vientre de aluminio se concentran nerviosas en el suelo, pero terminan encontrándose las unas con las otras; la mayoría buscan empatía, ya que la distancia más corta que existe es la que une los ojos de dos personas asustadas. Un salto con estas condiciones es una locura; no sólo porque sea nocturno y a tan sólo 700 metros de altura, sino porque el avión no puede disminuir ni un ápice la velocidad, si queremos evitar ser blanco fácil y acabar convertidos en una antorcha humeante perdida en ninguna parte...no sé como nuestros jefes han permitido tamaña locura. Es un misión suicida.
Nuestros jefes. A esos los conozco bien. Con esos aires de suficiencia, mirando a la tropa como si fuéramos gusanos. Esa chusma de oficiales que siempre han sabido nadar y guardar la ropa. Para ellos siempre las mejores camas, la mejor comida, la mejor atención médica y casi siempre las mejores mujeres; o al menos las más guapas, sacadas de la flor y nata de esa juventud aristocrática a la que pertenecen por nacimiento. Es cierto que, por muy listos que se crean, siempre acaban siendo presa fácil de señoritas de bien, educadas desde niñas para enganchar a un cadete dócil y previsible, a poder ser en su último año de academia militar, justo antes de salir con su despacho de alférez bajo el brazo y un primer destino en Marruecos; paso obligado y criba natural para ganar medallas, prestigio e influencias. Mujeres hábiles y sensuales que en eventos y reuniones deslumbran bajo ese caleidoscopio en bucle que es la vida en sociedad; hembras tan deseadas y admiradas como ariscas e insatisfechas en la cama, y que con los años se convierten en harpías de mirada helada, resentidas e incapaces de escapar de esa farsa; gorgonas que convierten en piedra lo que en su día fue el objeto de su deseo. Creo sinceramente que esa escapada hacia el vacío existencial la tienen bien asumida. Al fin y al cabo los unos y las otras están dispuestos a pagar tal precio, a cambio de seguir viviendo como privilegiados garantes de una forma de vida caduca y trasnochada, que tiene los días contados. Sus estandartes, sus lujosas fiestas en uniformes de gala y modelitos de París, sus desfiles y esa marcialidad y exquisitez forzada, en poco se asemejan a lo que aquí se ve...piojos, miseria, hambre y toda esa ingente cantidad de sangre derramada tan lejos de casa. Y miedo. En el frente, pasamos mucho miedo.
Es entonces cuando miro por la ventanilla del avión y pienso en Estrella. En su pelo negro y fino, que le cae por los hombros. Su imagen me relaja y su recuerdo me tranquiliza. Pienso en su rostro terso y en su nariz griega. Una mujer de verdad, de las que ya no quedan, de piel blanca y tersa y con tanta ternura en las manos que con una sola caricia sometería al mismo Minotauro. Y esa forma de besar que me vuelve loco, tan tímida y a la vez intensa y arrolladora. Cuántas veces esos ojos de almendra me han hecho soñar con mil vidas distintas, pero todas junto a ella, mientras me montaba como una potra salvaje, a horcajadas sobre mí, bajo la luna de Agosto...ojos tan intensos y brillantes como esos luceros que ahora me contemplan, desde millones de años luz. Años luz...ella sí que está ahora a años luz de mi. Si al menos pudiera volver a ver su cara aunque fuese un segundo...
-¡Preparados para el salto!
La voz del Sargento 1º Perales me devuelve otra vez a la zafia realidad, sacándome del ensoñamiento al que me habían llevado mis reflexiones. Soy el primero en saltar. Me siento como la Caperucita del cuento que al despertar se encontrase frente al lobo. Sí, ese lobo que a todos nos persigue de alguna manera. Todos huimos de algo, supongo. De algo o de alguien. Algo que descubrí a los pocos días de llegar al Escuadrón de Paracaidistas y encontrarme tantos grises reflejos de mi mismo. Un lobo enorme de boca negra, cálida y maloliente, que espera el momento justo para comerte, con la intensidad y entrega que comparten sádicos y amantes; cada uno de ellos con distintas intenciones, pero con la misma devoción por darlo todo sin mirar el reloj.
Así, sin prisa, es como esa gente que nos espera abajo, nos torturará si nos cogen vivos... Siempre pensé que el infierno era cálido, rojizo y lleno de voces lastímeras, preñadas de resignación y pena, con olor a azufre y figuras diabólicas que con largos tridentes se ceban sobre pobres desgraciados desnudos. Pero no. Estaba equivocado. Al menos la puerta de mi infierno no es así. Es de un azul intenso donde el viento me aturde y empapa con una humedad tan fría como la muerte. Tanto que ahora que mis manos se aferran al marco de la portezuela del avión y voy a lanzarme al vacío, mi espíritu se sobrecoge y se paralizan todos mis miembros.
-¡Salta!
Pienso en los ojos de Estrella mientras miro a los luceros. El viento silba en mi casco y bate con violencia mi uniforme. Las vibraciones del desvencijado fuselaje traquetean todo mi cuerpo. Me prometo entonces ante Dios, curar un par de heridas aún abiertas a mi vuelta, si es que sobrevivo.
Y salto.