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ISSN 1989-4163

NUMERO 129 - ENERO 2022

 

Más Solo que la Luna

Javier Neila

Héctor se mira las manos entrelazadas sobre su rodilla doblada. Es una mirada ausente, hueca, como la de un cadáver. Reposa sentado sobre parte de la trinchera que durante los últimos meses fue su hogar, y que junto con el barro y la muerte han formado parte íntima de su ser, su argamasa vital;  como la placenta que ha ido dando forma y sentido a un gestante, cuya madre ahora no puede parirlo porque está muerta.
Le rodea un bosque de alambre de espinos, trincheras en zigzag, un búnker destrozado y decenas de cráteres de artillería; ademas de un centenar de cuerpos de hombres que seguramente no saben que han muerto. Si no fuera por los gemidos de algún moribundo, a coro con los chillidos agudos de las ratas que le rodean, parecería un solitario paisaje lunar. Algunas bengalas de colores cruzan el cielo, cayendo luego con parsimonia gracias a sus pequeños paracaídas. Son rojas y verdes, y en su descenso pendular juegan con las sombras, dibujando figuras grotescas. Unas veces cree ver caras de ángeles y otras de demonios; pero en todos los casos le miran con sonrisa de loco.

A Héctor le gustan las bengalas de colores, porque le recuerdan meteoritos en cámara lenta. Se acuerda de las mágicas noches de agosto con sus hermanos, tirados al sereno en medio del campo, para ver las lágrimas de San Lorenzo. Las contaban y se proclamaba ganador el que más veía. Siempre ganaba él, porque era el hermano mayor y aguantaba más tiempo despierto. Amanecían tiritando, empapados por el rocío y con la cara llena de churretes. No paraban de reírse entonces los unos de los otros y tras un “tonto el último” volvían a casa corriendo, los cuatro, para tomarse el pan recién hecho por su madre, que se podía oler mucho antes de llegar a la casa familiar, blanca, grande y siempre caliente. Han pasado cuatro años desde entonces, pero parece que hubiesen pasado cien, o el tiempo que sea necesario para transformar en viejo a un niño. No se reconoce en esos recuerdos. Es como visualizar la vida de otro, como si lo leyese en un libro o alguien se lo estuviera contando. Intenta recordar las caras de sus hermanos, pero no puede.

Pasan las horas. La herida en la pierna ya no le duele, seguramente por el frío, pero supura y huele mal. Teme dormirse y no despertar jamás. Necesita ayuda, una ayuda que no puede llegar. Él sólo quiere volver a su casa en La Alpujarra, donde su vida se quedó parada y allí le sigue esperando. Piensa en su madre cuando lo bañaba de niño. Esa imagen le reconforta en su ensoñación febril. Se sentía entonces puro, invencible, protegido. Recuerda el vapor del agua caliente empañándolo todo, sintiéndolo entrar en sus pulmones, con ese olor intenso al jabón Maderas de Oriente, en la enorme bañera de zinc, mientras sentía la esponja rascándole por debajo del cuello y por las orejas... Ahora quien lo baña es la luna, pero con un frío metálico y olor a letrina y cadáveres; y lo único que le puede pasar bajo el cuello es una rata o una bayoneta afilada. El satélite albino se le muestra de manera intermitente, como una bailarina árabe que para dosificar el interés del público, exhibe su desnudez rutilante de manera sensual y episódica, a través de nubes que como velos de seda, muestran y ocultan sus encantos.
La luz plateada que le regala la diosa Selene le baña el casco y parte del uniforme, dándole un aspecto fantasmagórico y sepulcral. En su quietud hierática se podría decir que se parece a la estatua de sal en la que quedó convertida la mujer de Lot, tras mirar por ultima vez la ciudad de Sodoma; o a un caballero de argéntea armadura que sabiéndose olvidado por su señora, se mantiene en su puesto de guardia, firme, por toda la eternidad; o quizás simplemente se asemeje a un soldadito de plomo, roto y deformado, abandonado en la oscuridad del cajón de los juguetes del niño que, un día y de golpe, dejó de serlo.

La luna sigue rodando hacia el oeste, en búsqueda de oscuridades más seguras, huyendo de una alborada incansable que le persigue eternamente para robarle su soledad. El cielo se ha despejado y ahora ella se muestra en todo su esplendor. Él no deja de observar absorto a esa luna hipnótica que se refleja en sus ojos. Si es verdad que los ojos son el espejo del alma, Héctor tiene ahora mismo el alma más solitaria de la tierra, mientras sigue en el mismo sitio, helado hasta los huesos y con dolor de pecho y garganta. Le cuesta trabajo tragar. La fiebre se le ha disparado. Se ensoña entonces con la visión general de su familia al completo. Si al menos pudiera darles un último abrazo, verlos una última vez, sentarse juntos a ellos en la misma mesa...eso estaría bien. Es lo único que pide. Lo único que ha deseado de verdad en sus estériles 17 años de vida. Se lo pide a la luna. Se lo suplica. Recuerda la última Navidad antes de la guerra. Esboza una sonrisa hermosa. Piensa entonces en su padre, con su mezcla de ternura y firmeza, brindando con sidra, mientras sus hermanos pequeños destrozan villancicos con sus gallos y arritmias, tocando panderetas y tintineando botellas de Anís Del Mono, junto a los cuatro abuelos. Llora mientras sonríe. Sonríe mientras llora. Su angustia se calma con ese recuerdo, pasando entonces a un sopor en el que todo deja de dolerle, entrándole un sueño dulce y reparador. Quizás porque es totalmente consciente que se acerca su final. La soledad es el imperio de la conciencia, que diría Bécquer, y seguro que no hay mayor soledad que la que precede a la muerte, cuando apoyado en las puertas del inframundo, tan sólo esperas a que abran...

Es entonces cuando escucha voces. Gira la cabeza. Levanta la mano.

-Aquí hay uno vivo- dice el sanitario
-A la camilla, pero ya- grita su compañero
- Un tipo con suerte...si no es por la tregua de Navidad...éste ni lo cuenta-
-Digo...el cabrón pasará el fin de año en familia...los hay que nacen con estrella-
-Venga macho...que queda poco para el final del alto el fuego...éste va a ser el último-

Héctor se aleja del campo de batalla en una destartalada ambulancia. Bengalas rojas y verdes vuelven a cruzar el cielo, señalando el final de la bandera blanca. La luna, a punto de desaparecer, apenas se puede ver por la ventanilla circular del portón trasero del vehículo. Él estira la mano para poder atraparla, pero una enfermera de tez pálida se lo impide, que con una dulce sonrisa le deposita nuevamente la mano bajo la manta.

 

 

 


 

 

Luna

 

 

 

 

 
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