Diego corre. Corre como nunca antes había tenido que correr. Las moras del barrio de Hadú le reprenden con reproches sonoros, guturales y aspirados, mientras regatea zigzagueando entre los puestos de fruta. Siempre le ha llamado la atención que los musulmanes hablen en castellano pero insulten en árabe. Quizás así sean capaces de discriminar lo que razonan con la cabeza de lo que les brota del corazón. Hace poco que ha anochecido y las escasas farolas de la ciudad brillan en el suelo, reflejadas en el asfalto humedecido por la brisa del levante, que ya ha empezado a empaparlo todo. Cruza a toda velocidad por la calle Capitán Claudio Vázquez, dejando a su derecha la nueva Mezquita de Sidi Embarek, para poder esprintar a más velocidad; pero el legionario al que le acaba de robar la cartera le pisa los talones. El fugitivo -un crío que no llega a los trece años- conoce de sobra las esquinas, recovecos y entresijos del Barrio Chino de Ceuta, lo que le hace sentirse capaz de salir airoso de cualquier lance; pero su perseguidor parece haber tenido su mismo entrenamiento. Nunca un “legía” -por poco ebrio que estuviese- le había aguantado tanto en una persecución, y eso que él tiene experiencia tras años fugándose del hospicio para meterse en líos.
La banda del Diego, formada con sus amigos de la Casa Cuna de los Padres Agustinos, son parte de la jauría de huérfanos olvidados de la Guerra Civil que pululan por la ciudad, como acólitos de Peter Pan en un mundo donde impera la ley del más fuerte, del más hábil o del que tenga menos que perder. Carne de presidio o de morgue, que sobreviven al descuido, esquilando a borrachos y gentes de mal vivir que huronean por los burdeles de la zona del Morro, donde habitan seres grises en la estéril búsqueda de olvido o de recuerdos; o quizás de ambas cosas. Rinconetes y Cortadillos del siglo XX en una ciudad bisagra donde el mundo se gira del revés, mostrando sus vergüenzas...zona de trasiego de gentes y de dineros, nudo de comercio entre la Europa henchida por la vorágine de otra guerra mundial y sus colonias africanas; vírgenes mancilladas éstas a cambio de un collar de cuentas de vidrio.
La mayoría de los niños del hospicio se parecen entre sí, en aspecto y ademanes. El pelo al rape, la mirada huidiza, los mismos dientes mellados, la misma mandíbula ancha de apretar los dientes...Eso siempre ayuda en caso de que los atrapen y acaben en comisaria, pues así pueden jugar con la ambigüedad del “yonaecho” (yo no lo he hecho). Aunque eso no siempre importa, y cualquiera de ellos ha sido alguna vez considerado merecedor de resarcir con sus dientes la deuda contraída, propia o ajena. Eso en el mejor de los casos. Un par de veces al año alguno aparece tirado en la Punta del Morro o en Playa Tramaguera, meneado por el oleaje, con los ojos níveos y las carnes hinchadas, lívido, alimentando a gaviotas y cangrejos, hasta que viene el juez a levantar un cuerpo aún demasiado pequeño, como para poder entender el porqué.
La mayoría de estos hijos de nadie conocen de sobra los calabozos de la comisaría de la Plaza de Los Reyes, junto al cuartel local de La Falange. Allí han sentido el frío y la humedad de sus estancias, así como el rigor de sus carceleros; pero también calor e intimidad en las caras piadosas de los presos preventivos, con los que a su paso y desde sus celdas de barrotes enterizos, han intercambiado visiones de un pasado y un futuro en común, con cada mirada que cruzan. Al fin al cabo aun siendo hijos de padres distintos, comparten todos ellos a una misma madre, puta y sorda, llamada desamparo.
Llaman la atención las cicatrices en sus cabezas rapadas, recuerdos vivos de golpes y quemaduras de las que nunca se habla. Cualquiera ocultaría esas marcas con el pelo para olvidar ese bagaje; pero ellos, afeitados quincenalmente en el orfanato a causa de los piojos, ven su estigma en cada espejo, en cada reflejo del agua y en cada mirada que les apartan. Luego, de mayores, cuando vayan al servicio militar y les vuelvan a rapar, seguirán siendo los malos, y todos sabrán que son los peligrosos, “gente chunga” con la que hay que tener cuidado. Y será así porque es la única opción que les deja todo ese historial tatuado en la piel y en la mirada. Siempre somos lo que los demás esperan que seamos. No más que aquello que nos permiten ser.
La persecución está llegando a su fin. Diego esta agotado, le duele el estomago y le falta el aire. Debió tirar la cartera al principio, cuando todavía tenía opciones de seguir corriendo; pero ahora, agotado y con tal perro de presa encima, tan solo puede esperar en el mejor de los casos que la paliza sea rápida. Cuando el desenlace ya es inevitable, se gira encogido de hombros, y ofrece sumisamente el efímero botín con las dos manos juntas y la cabeza gacha, como si rezara, esperando el primer golpe.
-”Has mejorado Diego..., esta vez casi me ganas.”
Diego jadea e intenta entorna los ojos. Mientras, el legionario se agacha ligeramente y acerca la cara a la suya. El chapiri sigue inmaculado en su cabeza, como si lo llevase tan calado que ya formase parte de él. El barboquejo le ciñe la protuberante mandíbula y la roja borla bascula delante de unos ojos que, a la intermitente luz roja de un burdel cercano, le parecen familiares.
-¿Andrés...eres tú? Has crecido...mucho- Balbucea el prófugo, ahogándose.
El soldado sonríe mientras toma la cartera de las manos de Diego. Éste le mira con asombro.
-Los curas me dijeron que te habías ahogado intentando pasar a la península.-
-Ya ves. Mintieron, como siempre. Aunque estuve cerca -se ríe-. He estado en Málaga todo este tiempo. Nada más llegar me alisté en el banderín de enganche del Tercio, haciéndoles creer que tenía ya los 16. Acabo de llegar de permiso, tras el periodo de instrucción. ¡No veas que caña te dan! -vuelve a reírse, se le ve feliz-. Anda vente, comamos algo y nos contamos como nos han ido las cosas...¿Vale? Hoy duermes conmigo, como en los viejos tiempos. Pero esta vez en mi pensión, calentito, y con un colchón de verdad.-
El más pequeño de los dos sonríe. Piensa que encontrar a Andrés es lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo. Quizás lo único. Éste le hecha el brazo por encima. Los dos amigos se vuelven hacia la zona más animada de Hadú, donde las meretrices más viejas intentan apurar sin demasiado éxito sus marchitos encantos, y los tenaces mercaderes apuran el último té a la menta, antes de cerrar.
La noche es húmeda y solitaria, como casi siempre, pero esta vez -al menos para Diego- hay un pequeño atisbo de esperanza.