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ISSN 1989-4163

NUMERO 119 - ENERO 2021

 

Extrañeza

Francisco Gómez

A Juan

No sé vosotr@s, queridos amigos lectores de estos artículos de un pobre hombre en llamas, pero a medida que pasa el tiempo y la mirada es más escéptica y afilada sobre personas y cosas, uno no deja la capacidad de sorprenderse, de extrañarse para lo bueno, regular y menos bueno.
Pienso con dolor, con amargura y ya con un toque de resignación ante lo inevitable de nuestra condición limitada, finita, imperfecta y con fecha de término aun a nuestro pesar, que cuando nos vamos al viaje más misterioso de todos, aquel tras el Azul por el que daríamos lo que fuera para intuir signos aunque fueran vagos, imprecisos, diluidos entre la niebla, las cosas quedan.
Es una sensación muy extraña. Como aturdido ante la incerteza del nuevo recorrido que nos está vedado a los que seguimos aquí, pero con la permanencia de los objetos, las pertenencias, las cosas que conformaron las señas de identidad del viajero ido.


Cuando se fue mi Padre hace algo más de cuatro años (cómo pasa el tiempo minutado pero no el tiempo del corazón) sentí un dolor muy intenso, acompañado sin embargo por una extraña paz y una luz que no me abandonó en el trance. Me había quedado huérfano para siempre y sentí que las personas que más me querían, se habían marchado al territorio incógnito y no las vería más con los ojos de los sentidos. Pero las cosas de mi Padre quedaron. Su casa, la casa, como él la llama, la silla de madera en la que se sentaba en el balcón con los brazos acunados en la barandilla para observar el devenir del mundo que le ignoraba a pocos metros de sus pies de hombre bueno. Su cama donde reposaba en el silencio de noches sin recuerdos, sus ropas en el armario, su tabaco negro, su reloj Longines y su máquina de afeitar con la que uno ahora se quita las barbas y el bigote y recuerda su mirada frente al espejo. ¡Qué extraño es todo...! Las cosas quedan, los escenarios, los lugares que pisamos y donde amamos, trabajamos, nos relacionamos. Vivimos. Nosotros nos vamos y un velo de silencio ignorado cubre las calles, las plazas, las aceras, la casa que fue nuestro vivir y ahora parece que sólo ellas nos recuerdan.

Escribo este intento de artículo con dolor en la mirada. ¡A estas alturas y no entender casi nada! Quizás, como leí cierta vez, los escritores somos los más indefensos y débiles del mundo, y escribimos porque no entendemos nada, porque nos duelen demasiadas cosas que no controlamos, porque las heridas parecen cerrarse pero no, se enquistan. Escribimos con el inseguro propósito de ordenar el mundo, las cosas, la vida que se escapa por todos lados.

Esta semana se ha marchado un buen amigo, un buen compañero de trabajo. Se ha ido y no le tocaba. No advertí las señales del desastre. Mis compañeros me han dicho que estaba silencioso, taciturno, apático y compró el billete del viaje sin vuelta en el cierre del fin de semana. No he soltado una lágrima por fuera. Las agoté todas en mi álbum de pérdidas y ausencias que me queman el corazón y los labios. Pero he llorado y sigo regándome por dentro. Recuerdo con él tantas risas, tantos momentos compartidos, tantas confidencias, tantas palabras de amistad y camaradería. Tantas...

Veo tu imagen en una foto de Facebook, en el wasap con tu cara sonriente y tu mirada burlona y no puedo creer que sea cierto. Me acusan de ser un sentimental, un nostálgico inevitable. Acepto la pena que tenga que purgar por el resto de mis días. Me cuesta borrar los signos digitales que dejaste, como algunos otros de algunas personas que mantengo en mi Facebook. No puedo. No soy capaz con la debilidad de hombre y escritor que llevo dentro. Desbordado por los acontecimientos y esta maldita noticia que no esperaba, te pido, suplico. Te imploro que nos guardes un sitio mis Padres y tú en la estación donde espero bajemos para recorrer nuevos cielos, nuevos caminos en una nueva etapa que desconocemos.

 

 


 

 

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