Has despertado en una cama demasiado grande para ti solo. La ventana enmarca un cielo demasiado azul para ser cierto. Por el camino se cruzan hombres y mujeres que no se saludan. El gato se yergue y mira un punto en la pared con tensa atención. Llegan noticias de hombres que matan mujeres, de mujeres que matan niños. En lejanos países que achicharra el sol los cordeles ensangrentados yacen junto a sacos vacíos. Mira: manchas negras en el limonero. Por el camino pasa un niño con un gato muerto colgado de un cordel. En el aire flota un cierto olor a goma quemada. Te rascas esa mancha roja tirando a lila que te salió en el brazo justo cuando ella anunció que se marchaba y que el médico dijo al principio que no era nada y después que sí. La fruta te sabe a metal. En la tele salen hombres que te piden que les prestes tu voluntad. Quitas el sonido. Tienen los ojos demasiado pequeños. O demasiado grandes. Nubes negras o rojas cruzan por su frente. Sus bocas sin labios boquean como peces en un acuario. ¿Dirías que ahora has sentido temblar la tierra, o es tu corazón que se estremece en la tarde sin pájaros? Te vas a la ciudad y en un bar pides una cerveza. El camarero te dice que sí y luego se olvida. Eres transparente. Te vas a la orilla del mar y te haces un canuto. No tienes con qué hacer el filtro. Cortas el carnet de identidad y lo enrollas. Sabe un poco a incineradora pero coloca. Jurarías que las olas hacen un solo a lo Ron Carter. Después te llenas los bolsillos con piedras y avanzas mar adentro. La tarde, manchada de naranja, anuncia viento para mañana.