Ya llevaba un cuarto de hora en la sala de espera del psiquiatra y, como cada año, me preguntaba si merecía la pena la consulta. Podía habérmela ahorrado con facilidad pero lo cierto era que me convenía comprobar si la Administración había desarrollado algún nuevo sistema que me pusiera al descubierto. Así pues, como si fuera una persona normal, me puse a recorrer con desidia las redes sociales. Pocos minutos más tarde se abrió la puerta y la joven recepcionista, con una nueva sonrisa, me dijo mientas mantenía la mano en el pomo:
- Señor Bermúdez. El doctor le recibirá ahora.
Tenía un óvalo hermoso y sus ojos tenían esa chispa de la que solo gozan los menores de treinta años. Me levanté y la seguí. Movía las caderas con un vaivén algo excesivo. Por un instante me dije que podía fijar una cita con ella. No, no me convenía confraternizar con alguien que, tras mi entrevista, era probable que se enterara de mi peculiaridad. Ya me bastaba someterme al inevitable riesgo con el psiquiatra cada año. La recepcionista llegó hasta una puerta blanca entreabierta y me anunció. Al pasar junta a ella me regaló una nueva sonrisa que parecía abrir alguna posibilidad más allá de la mera cortesía. La pasaría por alto. Entré y ella cerró la puerta a mis espaldas.
- Buenos días, señor Bermúdez. Siéntese, por favor –saludó con la sempiterna sonrisa que exhiben los felicitados mientras con su mano extendida señalaba una silla frente a la suya, separada por la mesa.
- Buenos días –respondí mientras me sentaba.
El psiquiatra me estudió el rostro durante unos segundos. Al cabo, cogió una carpeta que tenía delante de él y la abrió. Di por hecho que era mi expediente. Recorrió sus ojos por la hoja unos instantes.
- Remarcable –dijo levantando su mirada–. Por lo que dice su expediente, usted nunca se ha felicitado. ¿Es cierto?
- Sí.
- Es muy poco frecuente. En cuanto los niños acuden a primaria se les somete al primer proceso de felicitación para evitar que sufran los traumas que toda socialización conlleva. ¿Cómo es que no le felicitaron a usted?
- Cuando nací la felicitación no estaba completamente generalizada. Mis padres vivían en el campo y fueron mis profesores durante primaria. No les pareció necesario felicitarme, ya que me mantenía en un ambiente íntimo.
Me pareció mejor no hablarle de las lecturas que mis padres me dieron durante aquella primera etapa: Un mundo feliz de Huxley, 1984 de Orwell y otros tantos escritos que alertaban de un mundo como el que había creado la aplicación de la felicitación.
- Sí, he oído hablar de casos similares. ¿Y cuando fue a la escuela por primera vez?
- Como era menor, el asunto era responsabilidad de mis padres. Ellos pertenecían a la Iglesia del Dolor. Como debe saber, esa rama del cristianismo considera que el sufrimiento es un sacrificio necesario para alcanzar el cielo, así que la felicitación es inaceptable para ellos.
- Ya veo. Pero, revisando su expediente –movió algunos papeles dentro de la carpeta- veo que, una vez alcanzada su mayoría de edad, cada año ha acudido a un psiquiatra y todos ellos han recomendado que no se le someta a la felicitación. Es llamativo que ninguno de ellos se explaye en los motivos. No creo que sea porque usted pertenece a la Iglesia del Dolor. Por lo que recuerdo, esa organización fue declarada ilegal hace años y sus miembros fue felicitados obligatoriamente.
- En efecto. No es por mi pertenecía a esa organización. Simplemente es porque yo se lo pedí.
- ¡Qué extraño! ¿Y ahora está de acuerdo en ser felicitado?
- No. Verá… –Gesticulé con mis manos rodeando una esfera invisible–. A mí me gusta ser como soy. Sin que me feliciten.
- Pero eso es ilógico. Si no se felicita su vida no puede ser satisfactoria. Debe de padecer de tristezas e infelicidades. No es lógico que alguien prefiera ser infeliz a disfrutar de un estado anímico siempre alegre.
- Pues es mi caso. No sé, siento que si me sometiera a la felicitación perdería parte de mi ser.
- Pero eso no es así. Usted será el mismo, pero siempre feliz.
- ¿Y qué pasa cuando mis deseos confrontan con los de otra persona?
- Pues que su cerebro hace que sus deseos se cambien y que se adapten a los deseos del otro. Ya sabe que es el único modo de que las dos personas sigan siendo felices.
- A eso es lo que me refiero. Ya no soy yo mismo, dado que mi forma de pensar cambia sin que yo intervenga para nada.
- Pero así toda la sociedad es feliz. Hace muchos años que funciona así y nunca la humanidad ha sido más feliz –explicó con su perenne sonrisa.
- Y cada uno, cuando tiene un enfrentamiento con alguien, es manipulado para dejar de pensar como lo hacía hasta ese momento.
- Es decir, que sigue sin querer dejarse someter a la felicitación.
- Así es.
- Pero sabe que evitarlo es muy complicado. El camino acostumbrado es nombrar una junta de psiquiatras monitorizado por una IA. Creo que es lo que recomendaré en su caso.
Ya habíamos llegado al momento de la verdad. Si una Inteligencia Artificial participaba en una evaluación, me sería imposible escapar a la felicitación. Las IA no se dejaban manipular como los sometidos a la felicitación.
- Verá… Si hace eso, me hará muy infeliz. De hecho, solo el hecho de escuchárselo decir me provoca una angustia terrible.
Contemplé con regocijo como por primera vez desde que comenzamos nuestra conversación la sonrisa desaparecía de su rostro.
- Pero, pero… Eso no puede ser. Mi recomendación es lo más razonable desde el punto de vista psiquiátrico.
- Ya, pero piense que, en mi caso, no me puedo readaptar de un modo automático frente a una circunstancia que me hace profundamente infeliz. –Y añadí para reventar del todo sus defensas–: Incluso me lleva a pensar en el suicidio.
- ¡Dios mío! Eso no puede ser –dijo más para sí mismo que para mí.
Antes de que pudiera reflexionar más profundamente, dije:
- Lo único que haría recuperar mi equilibrio anímico sería que su informe simplemente refleje, al igual que hicieron sus colegas los años anteriores, que recomienda que se me permita un año más no ser felicitado.
Constaté como durante un instante luchaban en su cabeza su análisis lógico frente al condicionamiento de la felicitación. Como cada año, supe al ver que recuperaba su bobalicona sonrisa que había ganado una vez más.
- Sí, creo que será lo mejor.
- Así es. Ya noto como la felicidad vuelve a mí.
- Me alegro. He sentido una inquietud durante un momento.
- Pues ya ve que mi sugerencia nos permite a ambos reequilibrarnos sin que nadie sufra.
- Tiene razón.
Sentía como el cambio impuesto en su cerebro por la felicitación iba consolidándose. No quise regodearme más de lo necesario, así que concluí, estirando mi mano:
- Creo entonces que no hay necesidad de hacerle perder más el tiempo. Debe haber otros pacientes que esperan su experta opinión.
- Sí, sí –balbuceó estrechándome la mano, todavía algo confuso por el cambio que se había operado en su percepción sobre mí.
- Muchas gracias.
Me levanté y me fui de la consulta sonriendo por fin. El psiquiatra no podría hacer sino lo que me había prometido. La felicitación le obligaba. Era un alivio que las IA del sistema no hubieran descubierto aún mis estratagemas. O quizás simplemente no les preocupaba. Una IA debe de saber que siempre es positivo que un ínfimo porcentaje de los miembros de la sociedad no sigan exactamente los protocolos que rigen a la gran mayoría, mientras no supongan un riesgo para el mismo.