Hace algunos años, en un curso sobre terrorismo en Sarajevo, conocí a un coronel de las fuerzas especiales rusas, los Spetsnaz. Hicimos amistad rápidamente. Me refiero al concepto de amistad que tiene ese tipo de gente, que no tiene nada que ver con lo que puede significar para nosotros. Había pasado su juventud degollando chechenos, metido en mil tinglados de los que no se podía hablar, y teniendo una causa por la que morir; que es lo único que un militar necesita para poder vivir. Aún recuerdo que, en una de sus borracheras, me llegó a confesar con cierto rubor que lo peor de la caída del Pacto de Varsovia no fue que todo lo que le habían contado sobre el comunismo era mentira, sino que todo lo que le dijeron del capitalismo era verdad.
Jesús Zomeño nos trae en su último libro El cielo de Kaunas una increíble amalgama de tres historias entrelazadas, en las que la caída del comunismo y el despertar de la autoconciencia de las ex repúblicas soviéticas, son la dolorosa línea argumental. Su primera historia -que lleva portítulo El francotirador-,es sin duda un relato especialmente lleno de matices.
Uno no puede evitar empatizar con ese viejo lituano que, cansado de haber dejado de ser alguien, sufre la condena de una rutina vacía y estéril, donde lo único que cuenta es que las cosas sigan igual. No podemos dejar de entender a un hombre solo, triste y decrepito que con la sombra del Alzheimer y su mundo de recuerdos colapsado, descubre que su vida ni sirve, ni ha servido para nada. El miedo al olvido, al vacío, mezclado con la nostalgia de haber pertenecido a algo que le trascendía, le empujan en el invierno de su vida volver a hacer lo que realmente sabe; algo que le permitirá volver a dejar su sello en este mundo globalizado, gris e impersonal. Si quieres cambiar el mundo empieza por ti y luego educa a los demás. Y un francotirador del ejército soviético curtido en la Primavera de Praga, sólo sabe hacer una cosa. Solo puede dar un tipo de lección. Sólo puede ser un asesino.
Por eso, las referencias que Jesús Zomeño hace en su obra de esos rituales -casi religiosos-, que compartimos todos los que hemos pasado por una academia militar, hacen de su lectura algo estremecedor… el engrasado del arma, la limpieza del cañón, el montaje de la mira, el control de la respiración, el disparo propio de un profesional de la muerte, con los dos ojos abiertos, o la perfección en el cálculo de la distancia y el movimiento, hacen del relato una fotografía a color de algo que siempre hemos visto en blanco y negro, como en una radiografía. Ahora estamos en el otro lado del arma, tras la culata, y sentimos la mística del guerrero sin nombre que vuelve a decidir entre la vida y la muerte. Nos preocupamos de ahogar el ruido del disparo, de que el fogonazo no sea fácilmente detectable. Sentimos ese mismo frío que siente el tirador cada vez que se expone a la intemperie o se tumba en la nieve, y discriminamos con él cuál va a ser el mejor objetivo a abatir. Controlamos la respiración mientras calculamos la velocidad del viento en el movimiento de las hojas de los árboles, hasta quedarnos en apnea, y es entonces cuando apretamos con suavidad el gatillo de nuestro MosinNagant del calibre 7,62…cualquier mínimo desvío en la boca de fuego serán metros de distancia errada en el objetivo, cualquier cristal desviará la bala unos centímetros, cualquier traqueteo en el vagón hará que se mueva el objetivo. No deja de impresionarme, además, la agudeza de Zomeño cuando en todo el relato ni siquiera sabemos cómo se llamasu protagonista… No recuerdo haber leído otro libro en que no sepamos el nombre de aquél en cuyo pellejo nos estamos metiendo, excepto quizás en La máquina del tiempo, de H.G. Wells. A lo mejor porque cuando uno ya no pertenece a su tiempo o a su sociedad, deja de existir, se convierte en un paria invisible que se diluye en la nada; pues tenemos nombre sólo de cara a los demás, no respecto a nosotros mismos. Y al igual que Wells nos habla de ese viajero del tiempo, nuestro viejo soldado está sólo, desaparecido, y a nadie le importa. Ambos son prescindibles, muertos con la boca cosida en la fosa común, donde el desencanto hace a todos iguales, donde ya no necesitamos tener nombre, porque nadie nos va a llamar jamás.
Por eso este hombre gris se revela y como un Ave Fénix post Perestroika, empieza a sentirse cómodo en su nueva misión, en su nuevo uniforme. De ahí que aumente en cada jornada de caza la distancia de su objetivo; por eso asume más riesgos al elegir sus posiciones de tirador… eso lo hace más deportivo, más meritorio, pero siempre sin perder el control a causa de la emoción, como le decía el teniente Vadik Gólubev: “La inteligencia queda por encima de los impulsos”. Por eso no se desvía de su plan… la disciplina militar forma parte de él, aplicando todo lo que en su día aprendió en la escuela de la guerra. Por eso se dice a sí mismo que no es un delincuente… es un soldado prestando su último servicio, mientras va asumiendo que ni siquiera sus actos tendrán la trascendencia que él quisiera en un mundo incapaz de cambiar. Y de esta manera el lector nota su lucha interna cuando por un lado evita que le vean y a su vez parece subyacer el deseo de que le capturen, que se le reconozca su valía, premiándosele de nuevo, ahora no con una condecoración de la gran Madre Patria, sino con un titular en el periódico local y el odio de una sociedad detestable para la que ya ha vuelto a ser alguien. Y al final, nuestro francotirador termina con el grito desgarrado de su último tiro, el de la desesperanza, que lo hace al aire libre, porque ya ha asumido que jamás lo capturarán.