Cuando el mancebo de la farmacia Mataró recibe la visita del intrépido Lorencito Quesada, corresponsal de Singladura en Mágina, lejos se encuentra de imaginar los asombrosos acontecimientos que éste va a referirle para que él, aspirante a escritor, los refleje en letra impresa, únicamente en caso de que a Lorencito se le cruce en su vida “algún percance”. Con esta información, que Antonio Muñoz Molina no nos entrega hasta la página última de Los misterios de Madrid, cobra un significado especial todo lo que le ocurre al apocado Lorencito, con vértigo y sorpresa, desde que don Sebastián Guadalimar lo llamó una noche para explicarle la terrible situación que estaba viviendo el pueblo en secreto: alguien había robado el Santo Cristo de la Greña de la iglesia donde se veneraba y todos los indicios apuntaban a un culpable, Matías Antequera, cantante folclórico nacido en Mágina y radicado profesionalmente en Madrid. Con esos datos, Lorencito es comisionado para que se desplace a la capital, localice al artista y recupere la insigne talla. Durante los días en que deba permanecer en la ciudad del Manzanares, lejos de su trabajo como dependiente en El Sistema Métrico y de sus reuniones de la Adoración Nocturna, el candoroso muchacho (que pese al diminuto y a su condición virginal frisa los cuarenta años) tendrá que vérselas con secuaces malencarados, un japonés que lo persigue con su cámara de fotos, bailarinas de flamenco, drogadictos que lo rodean, tribus urbanas, millonarios excéntricos, paisanos que ahora triunfan en el mundo del management o mendigos virulentos, a la vez que atraviesa paisajes anómalos, que lo aturden o maravillan: el Rastro, un local de espectáculos pornográficos, el Viaducto, la Torre Picasso… Después de vivir todas esas experiencias, Lorencito volverá a Mágina convertido en una persona diferente, con la virginidad extraviada, el corazón conmovido y su temple lleno de fisuras. Toda la ingenuidad un poco bobalicona que lo adornada en sus años anteriores (su ingenuidad de mesa camilla, huevos hervidos para cenar, madre anciana, artículos insustanciales en la prensa local, inquietudes chatas) se vendrá abajo y tendrá que aprestarse a ser otro, a mitad de camino entre la lucidez y la decepción… Con un lenguaje excepcional y con un desarrollo de la trama que no presenta altibajos, Muñoz Molina nos presenta aquí un relato irónico, juguetón y folletinesco (fue publicado por entregas durante el final del verano de 1992, en las páginas de El País), deliciosamente humorístico, que evidencia su dominio narrativo. Quizá Los misterios de Madrid sea la mejor puerta para entrar en el elegante, variado y rico territorio de su obra.